miércoles, diciembre 26, 2007

Un regreso de días memorables


El colegio (el primario, pero sobre todo el secundario) pasa tan rápido que, por momentos, se parece a una invención de estos días, a una reconstrucción antojadiza de un pasado presunto. Pero no. Está ahí, latente, con aquellas caras ahora -ya quince años después- más rollizas o con otra postura o con más locuacidad o con menos cabellos o con cierto señorío impropio de los tiempos adolescentes. Pero son ellos, los mismos. Somos los mismos. Me pasó en este fin de año, en el reencuentro de los 15 años. A varios los veo con frecuencia, a otros ocasionalmente a través de ese espacio de pertenencia que sigue siendo el Misura. Pero a otros me tocó redescubrirlos, escucharlos como casi nunca antes. Sucedió un placer nuevo, entonces: el de refundar aquellos días y de resignificar aquellos vínculos. Me gustó, en definitiva. Creo que no podría ser de otro modo.

Por eso, me pareció atinado reproducir un mail que envió Agustín Seijas, compañero de aquellos días. No solíamos tener diálogo fluido ni trato frecuente. Quizá fue una lástima. Tal vez se trate de los vaivenes propios del tiempo. Lo que sigue es un divertido retrato de un reencuentro.

Resulta extraño andar comentando por ahí que uno de los mejores momentos de estos últimos días del 2007 lo haya compartido con un grupete de hombres peludos y semiborrachos a la luz de la velas.
Pero por suerte no me averguenzo de que así haya sido, aún a sabiendas de que aquellos que no hayan visto las inocentes fotos que preceden estas palabras, sospechen que les estoy ilustrando una trasnochada en Espartacus.
Pero como suelo andar sin reparos por la vida, no oculto mi entusiasmo por el encuentro del viernes pasado.
Sinceramente mi divertí muchísimo con el anecdotario de los presentes, y lo más importante: revisando las fotos pormenorizadamente he llegado a la conclusión de que la vida nos esta tratando bastante bien.
Mis queridos compis, espero que podamos juntarnos más seguido (quizás dándonos el interludio suficiente como para cosechar alguna anécdota personal nueva) y que aunque más no sea vía mail no nos perdamos el rastro.
Abro paréntesis para otorgarle a Tatín los mayores honores por la organización del encuentro (te pasaste con la iluminación!!!), a Gato por ser un gran afintrión y a los restantes por el buen humor.
Les deseo un gran 2008 y buena vida mientras dure el cuerpo.

PD: Walde te olvidaste un libro en el coche de Dano que lo tengo yo. Dalo por perdido, ya lo sume a mi biblioteca personal.


Post publicado desde Mar de las Pampas.

martes, diciembre 18, 2007

Un nombre, un determinismo

Actualización 2017: una década después de haber escrito el texto que continúa acá abajo de este largo epìgrafe, Pancho -amigo de la vida, amigo perpetuo- me manda esta foto que se luce a la izquierda. Reemplaza a otra, mucho menos atractiva, ofrecida por Google Imágenes. El capitán de nuestro Misura está en Barcelona, la tierra que -además de ese equipo genial que todos conocemos y que ayer le ganó al Real Madrid un clásico inolvidable en el Bernabéu, con Messi como superhéroe- tiene como patrona a Santa Eulalia. Dicho de otra manera: de algún modo, la patrona es mi mamá. Incluso más allá del carácter oficial que su nombre ofrece.

Escuché hace unas semanas a Alejandro Dolina, en su programa radial La Venganza Será Terrible, referirse --en tono de broma-- a cierto determinismo existente entre el nombre de un individuo y su personalidad. Y puso como ejemplo a un tal León, con su impronta inevitablemente feroz... Luego el conductor volvió a reir.
Coincido, claro, con esa ironía. Pero ayer, repasando la historia de Santa Eulalia de Barcelona, la joven mártir masacrada por orden de Diocleciano, me vi obligado a aceptar excepciones. Ciertas particularidades, sobre todo las cuestiones esenciales, que cuenta la historia católica, se parecen a un mandato recuperado por mi mamá, también Eulalia, también de sangre catalana.

Santa Eulalia --según relata el Pbro. Angel Fábrega Grau-- nació en las cercanías de la ciudad de Barcelona, hacia los últimos años del siglo tercero. La humildad, cierta sabiduría precoz y la prudencia fueron rasgos que desmentían su condición de niña.

Recién llegada a su pubertad, ella también escuchó lo que cada día oían los barceloneses: la noticia de que la persecución contra los cristianos volvía a desarrollarse una vez más en todo el Imperio.


Los emperadores romanos Diocleciano y Maximiano, que se habían enterado de la rápida propagación de la fe cristiana en las lejanas tierras de España, mandaron al más cruel y feroz de sus jueces, llamado Daciano, para que acabara de una vez con aquella superstición.


Al entrar en Barcelona hizo, junto a su séquito, públicos y solemnes sacrificios a los dioses, y dio orden de buscar a todos los cristianos para obligarles a hacer otro tanto. Con rapidez se divulgó entre los cristianos de Barcelona la noticia de que la ciudad era perturbada por un juez sin piedad.

Santa Eulalia tenía una profunda fe, una enorme generosidad, la tenacidad de una luchadora sin quebrantos y era una dulzura para su familia y para sus servidoras. Le dolían en lo más profundo las injusticias. Un día, en silencio, mientras todos dormían, emprendió mansamente el camino hacia Barcelona. La delicada niña recorrió el largo camino a pie y sin quejas.


Ya en las puertas de la ciudad, oyó la voz del pregonero que leía el edicto y se fue al lugar. Allí vio a Daciano sentado en su tribunal. Y, entre la multitud y mezclada con los guardianes, se dirigió a su encuentro. Le dijo: "Juez inicuo, ¿de esta manera tan soberbia te atreves a sentarte para juzgar a los cristianos? Ya sé que tú, por obra del demonio, tienes en tus manos el Poder de la vida y de la muerte; pero esto poco me importa".


Daciano, sorprendido de tanta audacia, le respondió con desconcierto: "Y ¿quién eres tú, que de una manera tan temeraria te has atrevido, no sólo a presentarte espontáneamente ante el tribunal, sino que, además, engreída con una arrogancia inaudita, osas echar en cara del juez estas cosas contrarias a las disposiciones imperiales?".

Daciano intentó al principio ofrecer regalos y hacer promesas de ayuda a la niña para que cambiara de opinión, pero al ver que ella seguía convencida de sus ideas cristianas, le mostró todos los instrumentos de tortura con los cuales le podían hacer padecer si no obedecía a la ley del emperador que mandaba adorar ídolos y prohibía adorar a Jesucristo.

Y la mató con toda la crueldad que cabía en su cuerpo imperial.

Señala el poeta Prudencio que al morir Santa Eulalia, la gente vio una blanquísima paloma que volaba hacia el cielo. Y que, en consecuencia, los verdugos salieron corriendo entre sustos, llenos de remordimiento por haber matado a una criatura inocente. La nieve cubrió el cadáver, hasta que varios días después llegaron unos cristianos y le dieron honrosa sepultura al cuerpo de la joven mártir. En ese lugar se levantó, luego, un templo a modo de tributo a ella.

El culto de Santa Eulalia se hizo tan popular que hasta San Agustín hizo sermones en su honor. Y en la antigua lista de mártires de la Iglesia Católica, llamada Martirologio romano, habita la siguiente frase: "El 12 de febrero se conmemora a Santa Eulalia, mártir de España, muerta por proclamar su fe en Jesucristo".


La encontré a mi mamá en el espejo de esta santa: en su constancia, en su prudencia, en su dulzura, en su generosidad, en su aprecio por las libertades, en su coherencia, en su búsqueda inquebrantable, en su esencia... Era ella. Era Eulalia. Como si su nombre fuera un determinismo.

sábado, diciembre 15, 2007

Una Reina y una Rana


Reina (foto) y Rana son, además de gatas siamesas, dos preciosas concubinas. Por los momentos compartidos y por la agradable sorpresa de sus compartamientos casi caninos, esta poesía de Liliana Cinetto.

Los Gatos

A los gatos les gusta
subir al cielo
trepando una escalera
de caramelo.
Les gusta hacer cosquillas
a las estrellas
con los bigotes largos
y las orejas.
Les gusta hacerles bromas
a los ratones,
jugar a la rayuela,
pasear de noche
y cantarle a la luna
sus serenatas
hasta que los descubre
la madrugada.

martes, diciembre 04, 2007

El Negro & El Negro


Mi amigo Héctor Hugo Cardozo, columnista de Clarín y reciente ganador del Premio Alumni, está por publicar un libro --"El Rubio"-- y me pidió que escribiera uno de los prólogos. Entonces, pensé también en otro rosarino y en otro Negro, Roberto Fontanarrosa, a modo de modestísimo homenaje.

Pichincha era un síntoma de aquel Rosario de los 50 y de los 60. Y resultó, quizá, la matriz de ese sentido de pertenencia que cada habitante de esa geografía mantiene con su espacio, como un mandato a rajatabla. Tenía los encantos de un barrio de los que ya no hay: el vecino era un amigo inminente; la pelota era la posibilidad de amalgamar un piberío con los códigos del cordón; la escenografía no tenía los vicios de gigantes edificios invasores pero mostraba los retazos de aquel Rosario turbio, prostibulario y compadrito; el tranvía resultaba una cuestión cotidiana. Era también un barrio de laburantes, con la estación Rosario Norte como punto de referencia. Allí, en ese tiempo y en ese lugar, nace y se desarrolla este libro encantador, lleno de personajes ambiguos, simpáticos, embusteros, talentosos sin rumbo, generosos, ventajeros.
No fue un tiempo ni un lugar cualquiera. Aquel Rosario, que retrata Héctor Hugo Cardozo con su pluma forjada en décadas de periodismo bien escrito, fue la cuna de muchos hitos imperceptibles y mágicos, que tácitamente están vinculados con el relato. Es decir, sin aquel Rosario esos momentos habrían resultado imposibles.
Hubo un día de agosto de 1954, en el que Roberto Fontanarrosa descubrió que, además de un rosarino inclaudicable, sería para siempre un militante hincha de Central. Bajo aquella tarde lluviosa, en un campo de juego con más barro y aserrín que césped, La Academia goleó 9-2 a Tigre. Ya no hubo retorno: El Negro sería para siempre un entrañable canalla. Lo que le pasó a Fontanarrosa aquel día en Arroyito les sucede, en el libro, a El Rubio y a varios de sus amigos que se subían a los trenes, incluso sin boleto, para viajar a Buenos Aires y ver a Central. Quienes conocen al Negro Cardozo pueden dar fe de que no hubo azar en la afinidad entre él y Fontanarrosa. Los unía la esencia, más allá de la patente del apodo. Sucede que Pichincha es una suerte de extenso bar El Cairo, comprendido entre la avenida Salta, Callao, Güemes y la avenida Francia. No sólo eso: no quedan dudas de que el Viejo Canale se habría sentido a gusto entre El Grone, Tarantela y El Loco Luis o recibiendo los favores de las chicas de Margarita.
Para aquellos que no nacimos en Rosario, este libro resulta --tal vez sin pretenderlo-- una invitación: dan ganas de conocer ese Rosario, de ver en qué anda Pichincha por estos días, de tentar la imaginaria posibilidad de cruzarse con aquellos personajes ahora ya maduros. Como alguna vez, con toda osadía, muchos se imaginaron sentados en La Mesa de los galanes.

jueves, noviembre 22, 2007

De manjares sencillos


Hay momentos vinculados con la comida que me generan cierta fijación. No sé si será mi esencia de gordo sin remedio, más allá de la delgadez que no me ha abandonado. O si se trata simplemente de una cuestión personal o de carácter universal. En realidad, nunca me puse a pensar al respecto. Recién ahora que, tras leer una nota en la revista de la National Geographic sobre los alcances y las particularidades de la memoria, recordé aquellas tortillas inmejorables que hacía Eulalia, mi mamá.
Si fuera imparcial diría lo mismo respecto de aquel manjar sencillo: no hubo, no hay y no habrá nada más rico. No sólo eso: aquella tortilla también trae añadidos recuerdos gratos. Sobre todo, las noches de charlas compartidas con ella y mi elogio que generaba la magia de su sonrisa.
Hubo otras delicias de elaboración breve nacidas de las mismas manos. Pero el paradigma era esa tortilla que alegraba cualquier mediodía, recién llegado del colegio o de la facultad, o cualquier noche, antes de ir a dormir o como previa de alguna salida en tiempos de dancing.
Descubro ahora, en consecuencia de este recuerdo, que mi memoria también tiene alma de gordo. O que, como yo, se busca excusas culinarias para recordar otras bellezas cotidianas.

jueves, noviembre 01, 2007

Mi clásico íntimo


Martín Tenca es abogado y, ante todo, el más auténtico hincha de San Lorenzo que conozco. Futbolista frustrado, técnico ocasional, polifacético hombre de leyes. Nos cruzamos por primera vez en el Estudio Oyuela. Ya entonces, aquel joven recién egresado de la UBA conocía la historia grande de Boedo y los padecimientos desde adentro, por vivencias y por herencia familiar. Advertí similitudes en el sentido de pertenencia con Cuervos y con Quemeros. Compartimos visitas a la cancha para ver a Huracán y también a San Lorenzo. Nos reímos con las anécdotas del Bambino Veira, ese crack con camiseta azulgrana y un globo en el alma. Recordamos aquellos estigmas del Muletto de Areán, como el Vampiro Nartallo; y esas estrellas fugaces de La Quema, como Darío Fabbro. Coincidimos en la estupidez de la violencia barrabrava y la de sus fomentadores. Alimentamos el folclore de este clásico que es parte de la historia profunda de cada uno. Por eso ahora, en la antesala de esta 154a. edición, lo convoco para que escriba sus sensaciones para Blog Quemero y para Tributo.


Mi clásico íntimo
Por Martín Tenca

San Lorenzo (es decir, yo, porque yo no podría ser de otra manera que "de San Lorenzo") y Huracán... A los de adentro y a los de afuera que hoy lo minimizan al remitirlo a la categoría "barrial", les digo, que lejos de reducirlo, lo agigantan, y que si bien el clásico es "el barrio", les cuento que hasta no necesito recurrir al barrio para quererlo tanto.
Sus dimensiones son grandes hasta en un reducto más estrecho que el barrio, es un duelo de entrecasa, un rencor de familia, una disputa tan intensa como pueden ser las disputas íntimas. Para el Cuervo o el Quemero de estirpe, deslucir el clásico es tan absurdo e inaceptable como renunciar al apellido, como desconocer la genealogía.
Ante los que no se detienen a preguntarse quiénes y por qué SON, me rindo. Se los concedo: "El partido ya no tiene tanta importancia..."
Del mismo modo que ante algunos compañeros ocasionales de tribuna, bajo la guardia, les otorgo: "¿Para qué volver a la Avenida La Plata? El Nuevo Gasómetro es cómodo, se ve bien de todas partes y tiene un gigantesco estacionamiento..."
Me rindo sin renunciar a mis sensaciones, porque la identidad la transmiten las vivencias, pero no se impone ni se explica.
Hay hinchas de San Lorenzo e hinchas de Huracán (y demás colores). Es el club que les gusta, que siguen. También hay individuos que "somos San Lorenzo" o "somos Huracán" porque es de donde venimos, es esencia... ¿Cuál será la diferencia el domingo entre ambos? Cuando el árbitro haga sonar el silbato, nos empiezan a rodear los duendes de cada historia. Así que hagan lugar, tengan la gentileza, se solicita por favor.

martes, octubre 30, 2007

Diego ya tiene 47


Después del 2-2 de Alemania, en la final de México 1986, me dieron ganas de llorar. Y lloré. Sentí que nos robaban un título que debía ser de Argentina. Pero cuando ya no miraba la televisión y estaba en el patio junto a mi mamá y a mi tía, Diego puso un pase para la historia, Burruchaga corrió para que todo volviera a su lugar. Gritaron mis hermanos. Gol. Lo demás se sabe: la emblemática foto de Maradona levantando la Copa del Mundo.
Antes, pero sobre todo después de aquel episodio, Diego formó parte de mi niñez y de mi adolescencia. Me levanté temprano para ver al Napoli del que me hice hincha, del que me compré la camiseta. Me conmoví con su tobillo hecho una sandía, en el Mundial de Italia. Me sumé a su puteada contestaria en pleno Himno. Me enojé con todos cuando se lo llevaron preso...
Un día, ya como periodista de Clarín, en 1999, tuve la oportunidad de saludarlo cuando le entregaron el premio al Deportista del Siglo. Me saqué una foto. Me quedé con las ganas de confesarle aquello.
Luego, en 2001, me convocaron junto a Enrique Gastañaga como redactor del libro de la Historia de la Selección, publicado por Clarín. Entonces sí, finalmente, pude rendirle tributo a ese tipo al que nunca pude ver con otros ojos que los de la gratitud, más allá de cualquier costado con el que no coincida. Sucede que él fue el que me quitó aquellas lágrimas, el que me invitó a despertarme en tiempos del Nápoli, el que fue mi puño apretado en Italia 90...


Hoy Diego cumple 47. Ya tiene 47. Es señal de que el tiempo de todos pasa. Porque él también es espejo de nuestros momentos, de mis momentos. Por eso, ahora, me dieron ganas de desearle lo mejor. Por eso, mi modestísimo homenaje es reproducir aquellas líneas de 2001.

Al referirse a Diego, en el territorio evocativo, se parte de una certeza: cualquier cosa que se diga, que se hable o que se escriba será exigua para abarcarlo en su totalidad. Ocurre que Maradona construyó a su alrededor un mundo en el que caben casi todos los matices y las características más diversas: la genialidad, la magia, las contradicciones, la verborragia, los excesos, la sensibilidad, las extravagancias, la generosidad... Ocurre también que El Diez, ese número que resulta él mismo, fue y es capaz de crear un nuevo lenguaje: Maradona no es sólo un apellido; es también un sustantivo que sirve de sinónimo para la excelencia volcada a un campo de juego, un adjetivo que califica situaciones mágicas y/o geniales, un verbo ("maradonear") que sintetiza acciones de destreza pura, que rozan lo artístico...
El pibe que se crió entre carencias, en la casa módica de la calle Azamor, en Villa Fiorito, es también una referencia inevitable, para siempre, de Argentina. El significa, en muchos lugares del mundo, simplemente Argentina. Casi lo mismo ante los ojos ajenos. Decir "Maradona" puede abrir posibilidades, puede evitar inconvenientes. Pero por sobre todo, genera admiración.
Ese jugador fantástico, irrepetible, que fue Cebollita, crack precoz en Argentinos, ídolo máximo en Boca, repartidor de bellezas en Barcelona, heredero de San Genaro en esa borrascosa Nápoles que lo amará siempre, orgullo también de Sevilla y de Newell's, es ante todo el principal símbolo de la historia del fútbol argentino y del seleccionado nacional. Porque fue campeón mundial, porque edificó esas jugadas que nunca perderán actualidad (La Mano de Dios y El Segundo Gol a los ingleses), porque lloró las derrotas como jugador, como líder y como hincha, porque le mostró al mundo su puño feroz para reclamar clemencia donde no hay, para representar a los rezagados...
Por eso, discusiones técnicas y estadísticas al margen, esas que se pueden aceptar pero casi nunca compartir tras haberlo visto jugar, Maradona es el mejor jugador de todos los tiempos. Y no por los números, que también brillan, sino por esas ofrendas de fábula que entregó sin manchar a la pelota.

domingo, octubre 21, 2007

Shakespeare le escribe a Eulalia


Hoy es el Día de la Madre. Y tengo un secreto deseo ahora publicado: William Shakespeare (1514-1616) le escribe a mi mamá Eulalia. Se trata del poema "Mira a tu espejo y a tu rostro dile", publicado en "Sonetos. Obras completas. Aguilar, Madrid, 1945".

Mira a tu espejo, y a tu rostro dile:
ya es tiempo de formar otro como éste.
Si no renuevas hoy su lozanía,
al mundo engañas y a una madre robas.

¿Quién es la bella del intacto seno
que tu cultivo marital desdeñe?
y ¿quién tan loco para ser la tumba
de un amor egoísta sin futuro?

Tu madre encuentra en ti, que eres su espejo,
la gracia de su abril, su primavera;
así, de tu vejez por las ventanas,

aunque mustio, verás tu tiempo de oro.
Mas si pasar prefieres sin memoria,
muere solo y tu imagen morirá.

jueves, octubre 04, 2007

Simpatías inevitables

Retrato de la estación de Banfield, en días que no conocí.

Banfield fue, es y será siempre el equipo de mi mamá Eulalia. Y el de mi tía Irma y el de mi tío Pablo. Y Banfield fue para ellos el encantador ámbito de desarrollo de la adolescencia. El de las visitas al cine, cuando las butacas eran de pana y tal salida resultaba todo un rito. El de las inquietudes artísticas de Eulalia, impulsadas por el Maestro Silvio Rossi, ese pintor que el tiempo redescubrirá. El del ritmo manso. El de las construcciones de influencia británica. El del campeonato sin corona en 1951. El del inolvidable Pedro Uzquiza, periodista y amigo. El de aquellas visitas en tren en tiempos de mi niñez para visitar a Marta, la madrina de uno de mis hermanos. El que ahora me cuenta Irma, con su memoria sin agujeros. Eso es Banfield para mí. Una sucesión de simpatías inevitables.

Lo que sigue es un texto que publiqué en Clarín, a modo de homenaje a Pedro Uzquiza, en junio de 2004. Una térmica que se tituló "Banfield miró al cielo":

Alguna vez, entre tantos sueños en secreto, el entrañable Pedro Uzquiza confesó ese sueño que lo acompañó hasta el final: "Je... Y mirá si nos clasificamos a la Libertadores..." En el bar de enfrente de su casa, en esa mesa en la que también estaban dos de sus amigos de tantos años, Miguel y el Negro, Pedro respondía a una de esas chanzas que le sacaban su costado más visceral. Fue hace poco menos de un año, unos meses antes de que una enfermedad nos dejó sin sus frases pícaras y célebres.
Y hoy sí, Pedro, inolvidable Pedro, Banfield, tu Banfield, se clasificó para la Libertadores. Como habías dicho, casi a modo de osadía. Duele que no estés para que te alegres con ese otro fanático del Taladro, tu hijo Nacho. Pero seguro que en algún momento de esta tarde gris, en algún pedacito de ese cielo, te habrás enterado y habrás contado ahí esas historias que tan bien contabas.
Pedro Uzquiza fue periodista de Clarín, El Gráfico, La Razón, entre otros tantos medios; profesor sin pretenderlo de cuestiones de la vida; un tipo implacable con los ventajeros; un hombre generoso y cordial; un defensor inquebrantable del buen gusto; un amigo para los que no hay olvido posible cuando se van; y también, hincha de Banfield...
Por eso, cuando el domingo ante Rosario Central los jugadores de Banfield levanten los brazos al cielo sabrás que, de algún modo, será un tributo a tu militancia por el Banfield que siempre llevaste en tu corazón enorme. Sólo les faltará una cosa a esos jugadores: un capítulo en tu libro 100 años de sueños, la historia de Banfield. Ese capítulo que en algún rincón de ese cielo que te ganaste en 66 años ya estarás escribiendo...


Este post lo publiqué el martes 2 de octubre en Blog Quemero. Una producción compartida.

miércoles, octubre 03, 2007

Cuando se juega por la camiseta

Año 1993. El debut oficial de Misura en el torneo de la UBA.

Misura es un equipo de fútbol. Mi equipo de fútbol, más allá de que ya no juegue con frecuencia en él. Y resulta, sobre todo, un espacio para fomentar el vínculo con los amigos de toda la vida.
Misura es también un modo de entender aquella certeza de potrero: 'es preferible la derrota con amigos que la victoria con desconocidos'. Lo que sigue fue publicado en Clarín, a fin de ejemplificar todo ese mundo asociado al fútbol que no se ve por televisión, que resulta ajeno al negocio. No es el único caso, claro. Es el que vivo de cerca.

A la sombra del negocio creciente y alejado de las cámaras que televisan todos los detalles de todos los partidos de todos los torneos, también existen otras manifestaciones del fútbol: la del carácter lúdico, la del sentido de pertenencia, la del auténtico espíritu amateur. Misura, como tantos otros equipos que compiten en las seis categorías del torneo de la Universidad de Buenos Aires, es un perfecto ejemplo de esas otras caras.
Lo saben aquellos que una fría mañana de 1993, en la cancha 4 de la Ciudad Universitaria, le dieron comienzo oficial al deseo de compartir un equipo de fútbol entre amigos, con aquella derrota 2-0 ante el desaparecido Don Bosco. Como el capitán Panchito Alloco, Nito Zorzoli y Santiago Grazioli, héroes de los tiempos fundacionales. Como Rodrigo Cánovas, ese goleador que es leyenda en la UBA con sus más de 250 gritos. Como aquellos ya míticos integrantes de emergencia: Tatín Kejval, Viru Bernarda y Matu Labat, dueño de un curioso récord (un partido, dos goles y retiro precoz del fútbol). Como tantos otros egresados del San Román, ese colegio de Belgrano que fue el escenario del nacimiento.
Este equipo que merodeó por todas las categorías nunca fue campeón. Su mayor orgullo es el Título de Honor por su participación en el Master, un torneo relámpago al que se clasifican los tres mejores de cada división. Pero nunca nadie pensó en abandonar el Misura, más allá de la ausencia de vueltas olímpicas o de los varios descensos. Ni siquiera aquellos que perdieron espacio entre los titulares o entre los convocados. Sucede que el espíritu amateur no se rige por la lógica de los resultados. Cada uno sabe, en definitiva, que Misura es, fue y será una excusa para seguir siendo amigos. Apenas eso. Todo eso.


Año 1994. Misura consigue su segundo ascenso consecutivo. En dos temporadas pasó de la D a la B. Tiempos gloriosos.

miércoles, septiembre 19, 2007

Un mundo de azaleas


"¿No vio mis azaleas? ¿No son preciosas?". Eulalia preguntó con la más memorable de las sonrisas. El médico, que la trasladaba en la silla de ruedas hacia la ambulancia, comprobó pronto que esa señora tenía ante todo un gesto optimista. El médico deshizo su sorpresa con un ademán curioso y una respuesta apropiada: "Se ve que las cuida mucho". Mi mamá siempre estuvo orgullosa de su jardín y, sobre todo, de sus azaleas. Las cuidaba con dos de sus rasgos distintivos: dedicación y constancia. Y el resultado era también un motivo para el orgullo propio y la admiración ajena.
Esas plantas -bellas, impecables, prolijas- hablaban de ella, de su mundo de azaleas.
Aquel jueves fue su último día en casa. Después, fuimos al Hospital Británico. Lo demás, es parte de otra historia.
El jardín, ahora, ya cuatro años después, luce la misma prolijidad -gracias a las metódicas manos de Mary, más amiga de mi mamá que empleada- pero ya no habita la alegría en ese espacio. Las azaleas, como esas cosas inexplicables de la naturaleza, jamás volvieron a tener el mismo fulgor.

jueves, septiembre 13, 2007

Gagliardi, mi viejo y yo


En la mesita de luz de mi viejo, en la casa de la calle Melián, además del pequeño banderín de Huracán y alguna estampita, había ocasionalmente algunos libros. Fue así que descubrí a Héctor Gagliardi, ese poeta de la ciudad y del lunfardo, al que Eladio leía y releía hasta sabérselo de memoria. A partir de ese detalle azaroso descubrí --tardíamente-- algunos aspectos de mi papá: cierta bohemia, afinidad por héroes no reconocidos, apego al pasado de un Buenos Aires que ya no era aquel... En esa mesita de luz, sin pretenderlo, brotó para mí también esta nostalgia por una ciudad que no fue mía: la de los tranvías, la de los almacenes, la de los tipos que todavía fiaban, la de alguna siesta, la del barrio y el bar. Sucede: hay casualidades que no son tan casuales. Gagliardi y mi papá lo sabían. Yo estoy empezando a comprenderlo.

A modo de homenaje, de recuerdo, este Chau Tranvía, del irremplazable Gagliardi. Un recorrido por aquel Buenos Aires de mágicas escenas que ya son ausencia y recuerdo:

"De una nerviosa COLITA
¡Era un tranvía... TRANVÍA...
y un serio COCHE MOTOR
con todas mis siete letras...!

Fue que nació un servidor
¡Con mi campana coqueta
en los Talleres CATITA y ventanas que se abrían cuando salí de Zepitalos días en que llovía por la pinta que tenía con arena me frenaron.
Al verme gritó... ¡TRANVÍA...!¡Jamás me descarrilaron, orgullo de mi estación, serio, eficiente, seguro, y me fui a Constitución
con mi motorman de LUGO compadreando por la vía...!
y guarda de CATANZARO...!
Lo recuerdo mes de Abril
¡Pero todo en esta vida por el año veintitantos no puede seguir de moda
el Federico a los saltos se vino la
"NUEVA OLA"
vestía de perejil de las calles presumidas...!

En cambio yo, de marfil ¡Todas igual que Florida luciendo faja marrón querían su independencia, me ajustaba el pantalón molestaba mi presencia como varón de alto rango...y me hicieron a un costado
¡Si entre el LACROZE y el ANGLO como pariente arruinado no había comparación...!
¡que confiesa su indigencia...!
Mi vida se deslizaba ¡De aquel marfil y marrón serenita por la vía que fue mi orgullo de antaño que en esos tiempos tenía me pintó color estaño la gente que la cuidaba una tal... CORPORACIÓN...!
Fui línea cuarenta y tres
¡Y en el Panteón del olvido de la BOCA a PLAZA FLORES me confinó
BUENOS AIRES...!

Y con la dos fue mi troley ¡Tal vez, me lloren las calles curioseando hasta LINIERS;
que jamás he recorrido...!
con la nueve, anduve un mes
¡Sólo el acero pulido RETIRO a CONSTITUCIÓN; de mis vías desoladas
no hubo esquina, ni balcón, certifica en las barriadas calle, buzón ni cortada el recuerdo de un... TRANVÍA...!
Que mi paso no saludara
¡QUE CADA NOCHE PONÍA..
con sincera admiración...!
EL TALÁN DE SU PASADA...!"

miércoles, agosto 22, 2007

Los días ovalados

Justo ahora que el Mundial de rugby comienza a convertirse en una inminencia y que en breve será una moda que pasará, se me vienen a esta memoria hecha relatos aquellos días de la niñez. Como si se tratara de un maul de gigantes, brotan las escenas de esos días: las mañanas de sábado caminando bajo el frío por la calle Zufriategui, rumbo a Banco Nación, para tomar el escolar naranja hacia Benavídez; los martes y los jueves de entrenamiento; las giras por Rosario y por Paraná; la secreta admiración por Diego Ojeda, quien después llegó a Primera... También las visitas en el Renault 4 de Leo Mainero, con el Cholo, a Central Buenos Aires, ese club de ex alumnos del Nacional, que era un culto al espíritu amateur, allá por los años 80.
En realidad, el rugby me gustaba más verlo que jugarlo. Odiaba tener que tacklear, golpearme o terminar metido en el fondo de un ruck. Empecé como wing, continué de apertura y terminé de medio scrum. Pero ya antes de cumplir los 13 años, decidí alejarme. Quedó para siempre como mi segundo deporte.

Eran tiempos --además-- en los que con Walter (El Cholo, mi hermano mayor) íbamos a ver a Los Pumas. Tengo un episodio imborrable entre esas visitas compartidas: el 21-21 contra Nueva Zelanda, en la cancha de Ferro, con un Hugo Porta estelar, autor de todos los puntos. Para mí, que jugaba en Banco Nación y como apertura, se trataba de un motivo de orgullo añadido.
Y Leo Mainero --segunda línea de Central e íntimo amigo de mi hermano Walter, un wing veloz-- era una suerte de ídolo sin pretenderlo. Usaba una vincha de cinta adhesiva en la frente y tenía el coraje de un scrum entero. Desde el costado del campo de juego de aquel club que ya es una ausencia, allá en Florencio Varela, yo seguía a aquel equipo que nunca fue campeón. Rafa (otro amigo, otro wing veloz), El Cholo y Leo garantizaban que nadie se iba a llevar a su equipo por delante.
También retengo algunos otros nombres o apodos, más asociados a los terceros tiempos: El Yankee, Papelito, Martín Emina... Ellos, por azar, también fueron parte indeleble de aquellos días ovalados. Y felices.

lunes, marzo 19, 2007

Añoranzas para un pintor


Irma es, además del paradigma de la tía típica, una de las personas más prudentes y confiables a las que se puedan conocer. Siempre fue una inseparable de mi mamá y una observadora precisa de detalles de otro tiempo. Por eso, esta reconstrucción, esta sucesión de recuerdos sin cronología, sería imposible sin su memoria, sin aquellos episodios pequeños y encantadores de días que no viví.
En noviembre del año pasado, con ella, luego de la primera entrevista para este blog (que se convirtió en una suerte de hoja de ruta inevitable), fuimos a la Municipalidad de San Martín a una exposición en homenaje a Silvio Rossi, el Maestro de pintura de mi mamá en aquellos años de búsquedas artísticas en el pequeño reducto cercano a la estación de Banfield. Eramos los únicos en un primer piso que pretendía ser un tributo tardío. Traté de reconstruir quién había sido ese buen hombre que había estimulado aquella faceta de Eulalia.
"Ahí está: es él. Ese es Rossi", dijo Irma con todas las certezas juntas. Y ahí estaba. Debajo del cuadro más grande se leía: "Autorretrato". Don Silvio, el Maestro, no sonreía. Lucía parco, físicamente sólido. Tenía los ojos cansados y una curiosa mirada severa. Por un instante me costó imaginar cómo el hombre del autorretrato era un perfecto inspirador. Mi tía me explicó luego sobre su bohemia, su sencillez, su vocación, su pasión por la pintura. Era un rompecabezas. A los costados de Rossi había muchos otros cuadros que él mismo había pintado. Se veían ranchitos, indios, paisajes. Y todos ellos con una impronta que ya conocía: los cuadros de Eulalia responden a ese patrón estético, más allá de que ella siempre empleó colores más claros y más variados. Permítanme: más lindos.
Mi tía siguió, ya de regreso a la estación de tren de San Martín, recordándome más aspectos, momentos y personajes periféricos de aquellos tiempos. Llegué a mi casa, en Urquiza, y lo primero que hice fue mirar uno de los cuadros de mi mamá, que nunca tuvo título. La firma decía "Euly 58". Supe en ese momento que en aquel año (1958) el hombre del autorretrato había acompañado el sueño artístico de Eulalia. Sentí entonces que, gracias a mi paradigmática tía, en aquella tarde había encontrado otro precioso retazo para continuar la reconstrucción.

Foto: retrato de la tía Irma.

jueves, marzo 15, 2007

Marmal, nuestro caballo


Como casi nunca antes y como nunca después aquella visita al hipódromo de San Isidro resultó una armónica complicidad. Sólo comparable con la compartida pertenencia quemera. Lo quiso el azar, pero también lo organizamos nosotros, mi papá Eladio y yo, que ya tenía poco más de 18 años. En realidad, no fue esa nuestra primera visita al ámbito hípico: unos meses antes yo había tenido mi estreno, pero en Palermo. Sucedió así:
"Elegí uno. ¿Cuál te gusta?", me preguntó mi papá. Y me lo tomé en serio. Miré a cada uno de los once caballos que corrían y los analicé como si toda mi vida hubiera vivido dentro de un haras. Los miré a todos a los ojos para ver si encontraba alguna señal, algún indicio, algún detalle diferenciador. No, nada. Al final, me decidí por las patas blancas de un tal Marmal. Nos fijamos en la Palermo Rosa: debutante, sin antecedentes familiares exitosos, sin chances. Una condena a la derrota. "No importa. Si te gustó ése, le jugamos a ése", me respondió Eladio ante la elección. Creo que era la cuarta o la quinta carrera de la tarde. Ya habíamos visto un par, pero en este nos jugábamos la intuición y algunos billetes. No porque la apuesta hubiera sido notablemente onerosa sino porque Marmal era el que más plata daba. Me acuerdo: eran mil doscientos metros. Nos fuimos a la tribuna, nos sentamos, miramos. Sabíamos que debíamos seguirles las patas a los caballos: las blancas tenían que terminar primero. Cuando doblaron en la última curva, camino a la recta final, Marmal --nuestro Marmal a esa altura de la tarde-- venía cabeza a cabeza con otro caballo. Y así llegaron al disco. Y así lo cruzaron. "Ganó ese Marmal por el hocico", decían esos tipos con caras y voces de entendidos y ropas de haberlo perdido todo por una cabeza. Les creí. Sentí que tenía la suerte del debutante y la gloria del acierto. Hubo que esperar a la decisión. Un rato después, ya con la pizarra confirmando el resultado, el entusiasmo se deshizo en desencanto: el otro --el maldito hereje, el que no importa el nombre que le pusieron al nacer-- se impuso por la ventaja mínima. Por nada. Antes de caerme en mi primera y única decepción de juego, lo miré a Marmal, al debutante, a nuestro caballo. Lo seguí, lo vi desaparecer. No sabía cómo agradecerle su esfuerzo... "¿Viste? El hipódromo, el juego es así. Casi siempre perdés, y si te entusiasmás, peor. Podés perder todo...", me explicaba mi papa, ya en Plaza Italia para tomar el 67. La explicación era un consejo. Me quedó para siempre.
Pero en el Clarín de unos pocos meses después decía que, en el césped de San Isidro, corría Marmal. Ya no era un desconocido: en la volanta de la primera página de la sección Turf destacaban su presencia y se referían a su sorprendente debut. En el listado de carreras, aparecía como el candidato a ganar la segunda. No quedaba otra: fuimos. Bajamos del ferrocarril Mitre sabiendo que los únicos boletos que jugaríamos serían para nuestro caballo, ese caballo que nos pertenecía aunque nunca lo hubiéramos podido comprar. El hípódromo de San Isidro estaba semivacío. No había clima en las tribunas, no había gente en la confitería. Mi papá tomó un vaso de vino; y yo, una coca. No vimos la primera carrera porque estábamos en las ventanillas. Y, luego, en la exhibición de caballos, previa a la carrera. No aparecía Marmal. No lo vimos. Averiguamos si no lo habían dado de baja o algo por el estilo. No: corría, pero no estaba ahí en la recorrida previa. No nos pudo ver.
En la largada había nueve caballos. Y Marmal, nuestro Marmal, salió séptimo, a mil cuerpos. No ganamos nada, claro. Primero pensé que era porque el caballo no nos había visto, que le hubiera hecho bien, que se había angustiado, que no era un caballo para el césped, que falló el jockey, que tantas cosas... Después comprobé que lo que decía mi papá sobre las apuestas era ni más ni menos que una saludable certeza y un alivio para el bolsillo.
Cuando llegamos a mi casa, en la calle Melián, mamá Eulalia, que estaba con la tía Irma, nos preguntó: "¿Cómo les fue?" Y respondí: "Perdimos". Y poco después, con la misma cara de fastidio, dije: "Eso sí, no pienso apostar nunca más". Mi papá y mi mamá miraron aliviados. Les simpatizaba esa suerte de convicción. Lo vivían como una garantía del futuro inmediato. Creyeron que eso había sido lo mejor de aquella visita repetida al hipódromo. Estaban equivocados. Lo mejor lo determinó el paso del tiempo: el mayor triunfo había sido compartir cada segundo de esa presunta derrota.

viernes, febrero 23, 2007

Ella, en 47 palabras

Lo que sigue es un poema del ecuatoriano Rafael Carvajal (1818-1881). Se parece mucho a un homenaje a mi mamá.

Madre Amorosa

Sólo la madre amorosa,
de sus hijos cuidadosa,
yace en vela;
y a su afecto reverente
es, de la vida inocente,
centinela.

¿Qué del hombre sucediera,
si a su lado no tuviera
en la infancia,

de una madre el dulce anhelo,
sus caricias, su consuelo,
su constancia?

miércoles, enero 31, 2007

Una tarde de Brujas


La guía turística decía lo que suelen decir las enciclopedias. Un montón de datos que, a la distancia, tendrían la consecuencia de un olvido previsible. Esta vez, sobre todo esta vez, era mejor no estar atados a las explicaciones de esa voluntariosa joven española. Y ella lo advirtió, o lo sabía. Su explicación tuvo el recortado carácter de una introducción. Y un cierre apropiado: "Disfrútenla, pues", dijo ella al contingente de turistas, en su mayoría argentinos en los tiempos del uno a uno. La tarde libre de datos enciclopédicos resultó una bendición. Mi mamá y yo, esta vez, nos independizamos del grupo, del mapa y hasta de los horarios. Brujas fue un encuentro con la magia. Estábamos en un cuento de Hans Cristian Andersen, pero sin el titiritero, ni pulgarcita ni el ruiseñor. Esa tarde de la primavera belga de 1993, Eulalia sonrió. Caminamos bajo un sol tibio, atrapados por la tentación de agarrar alguna de las tantas bicicletas sin candado que reposaban en las calles e ir más allá del recorrido que permitían nuestros pies sobre esas peatonales sin tiempo. Miramos con asombro y con calma cada canal y cada puente, la Iglesia de Nuestra Señora, la Catedral de San Salvador, la plaza del Burg, donde encontramos el Ayuntamiento y la Basílica de la Santa Sangre, y la plaza Mayor (Grote Markt) con su campanario gótico de 83 metros de altura y más de 300 escalones que no osamos subir. A esa altura, Brujas aún no había sido declarada Patrimonio de la Humanidad por UNESCO, como sucedería siete años más tarde, pero no contaba ese detalle para nosotros. La tarde de Brujas era, ante todo, una perfecta excusa para compartir sin reglas ajenas.
La merienda en un barcito del que no recuerdo su nombre, con sillas en la calle, al amparo de los retazos de un sol generoso, resultó el ámbito apropiado para coincidir en la sensación de gratitud (quién sabe con quién) por estar en ese lugar, en ese momento, en esas circunstancias. Tomamos té y pedimos una torta que tenía dulce de leche y mousse de chocolate, una licencia casi poética en la militancia de mi mamá por la comida sin demasiadas calorías y, sobre todo, sin colesterol.
Recordar aquellas postales, ahora inevitablemente antojadizas, no generan otra cosa que la voluntad de deshacer --si fuera posible-- las reglas del tiempo para regresar a esa mesa pequeña y redonda, a esa charla encantadora, a ese cuento de Andersen, a esa tarde de Brujas.