martes, diciembre 04, 2007

El Negro & El Negro


Mi amigo Héctor Hugo Cardozo, columnista de Clarín y reciente ganador del Premio Alumni, está por publicar un libro --"El Rubio"-- y me pidió que escribiera uno de los prólogos. Entonces, pensé también en otro rosarino y en otro Negro, Roberto Fontanarrosa, a modo de modestísimo homenaje.

Pichincha era un síntoma de aquel Rosario de los 50 y de los 60. Y resultó, quizá, la matriz de ese sentido de pertenencia que cada habitante de esa geografía mantiene con su espacio, como un mandato a rajatabla. Tenía los encantos de un barrio de los que ya no hay: el vecino era un amigo inminente; la pelota era la posibilidad de amalgamar un piberío con los códigos del cordón; la escenografía no tenía los vicios de gigantes edificios invasores pero mostraba los retazos de aquel Rosario turbio, prostibulario y compadrito; el tranvía resultaba una cuestión cotidiana. Era también un barrio de laburantes, con la estación Rosario Norte como punto de referencia. Allí, en ese tiempo y en ese lugar, nace y se desarrolla este libro encantador, lleno de personajes ambiguos, simpáticos, embusteros, talentosos sin rumbo, generosos, ventajeros.
No fue un tiempo ni un lugar cualquiera. Aquel Rosario, que retrata Héctor Hugo Cardozo con su pluma forjada en décadas de periodismo bien escrito, fue la cuna de muchos hitos imperceptibles y mágicos, que tácitamente están vinculados con el relato. Es decir, sin aquel Rosario esos momentos habrían resultado imposibles.
Hubo un día de agosto de 1954, en el que Roberto Fontanarrosa descubrió que, además de un rosarino inclaudicable, sería para siempre un militante hincha de Central. Bajo aquella tarde lluviosa, en un campo de juego con más barro y aserrín que césped, La Academia goleó 9-2 a Tigre. Ya no hubo retorno: El Negro sería para siempre un entrañable canalla. Lo que le pasó a Fontanarrosa aquel día en Arroyito les sucede, en el libro, a El Rubio y a varios de sus amigos que se subían a los trenes, incluso sin boleto, para viajar a Buenos Aires y ver a Central. Quienes conocen al Negro Cardozo pueden dar fe de que no hubo azar en la afinidad entre él y Fontanarrosa. Los unía la esencia, más allá de la patente del apodo. Sucede que Pichincha es una suerte de extenso bar El Cairo, comprendido entre la avenida Salta, Callao, Güemes y la avenida Francia. No sólo eso: no quedan dudas de que el Viejo Canale se habría sentido a gusto entre El Grone, Tarantela y El Loco Luis o recibiendo los favores de las chicas de Margarita.
Para aquellos que no nacimos en Rosario, este libro resulta --tal vez sin pretenderlo-- una invitación: dan ganas de conocer ese Rosario, de ver en qué anda Pichincha por estos días, de tentar la imaginaria posibilidad de cruzarse con aquellos personajes ahora ya maduros. Como alguna vez, con toda osadía, muchos se imaginaron sentados en La Mesa de los galanes.