sábado, marzo 15, 2008

Recuerdos sin descenso


Ariel Scher es un notable periodista que da clases más allá de los márgenes de las aulas. Está ahí, con tiempo para escuchar casi todo y a casi todos. Está ahí, con palabras para acompañar dolores y deshacer angustias. Está ahí, sin quebrantos, para los días duros. Está ahí, para invitar inquietudes, para sacudir lugares comunes, para resucitar leyendas y memorias. Está ahí, también, para ubicar las palabras mejor que cualquier otro par, para decir, para contar, para mostrar un mundo a través de un espejo fascinante: el fútbol.

Lo que sigue es un texto que él publicó en Clarín en agosto de 2007, en su columna De Rastrón. Ayer lo releí. Y redescubrí, como sostiene el sabio pescador del relato, el espíritu de este blog: "Los recuerdos nunca se van al descenso".

Memorias del pueblo donde el fútbol era la medida de todas las cosas

Fue en un pueblo apoyado sobre el río donde la sobrina del Roto nació, creció y aprendió que los penales son una excusa para que la Tierra quede brevemente en silencio. Según contó el propio Roto en el Bar de los Sábados, su escenario semanal para rememorar partidos y oler café, en ese pueblo el fútbol era el centro de todas las cosas. Tanto que, por ejemplo, los pescadores usaban viejos gajos de pelota como carnadas y les funcionaba con éxito porque hasta los cardúmenes, contagiados por la gente, eran futboleros. Para la sobrina del Roto, la vida resultó una combinación de armonía cotidiana y goles emocionantes mientras la albergó ese sitio. Pero una tarde, empujada por las mismas tentaciones y los mismos misterios que empujan a millones, se mudó a la gran ciudad.

Antes de que nadie le hiciera alguna pregunta en el Bar de los Sábados, el Roto detalló con el alma lo duros que se hicieron los días para su sobrina en la gran ciudad. Había mucho fútbol, desde luego. Pero no era el centro de todas las cosas. En la gran ciudad, vertiginosa, devoradora y brutal, nada era el centro de todas las cosas y miles de individuos se desplazaban sin parar, como si cada uno fuera una flecha indiferente. Es cierto que se producían goles emocionantes pero tampoco eso traía sensaciones de armonía. "Mi sobrina respiraba una vez abrumada y otra vez angustiada y hasta llegó a creer que en la gran ciudad no quedaba espacio para el silencio ni siquiera cuando había un penal", relató el Roto, como si estuviera impregnado de aquel estado abrumador y angustiante.

Con los años, y de nuevo igual que millones, la sobrina del Roto se terminó acomodando a la gran ciudad. Hizo estudio, hizo trabajo, hizo tardes de tribuna, hizo hijos. Y lentamente perdió el espanto a las multitudes indiferentes. Pero le surgió otro miedo: el miedo a olvidar. La aterraba la posibilidad, que intuía certera, de haber perdido en el pasado las lógicas de ese pueblo, su pueblo, en donde el fútbol era la referencia máxima y, sobre todo, un eje alrededor del cual circulaba una existencia de calmas. Entonces volvió.

Encontró al pueblo un poco idéntico y un poco diferente. Ansiosa, fue hasta el río y le confesó al primer pescador que tuvo adelante la dimensión de ese miedo que la perseguía. El pescador la escuchó con paciencia de pueblo, la entendió con tanta naturalidad como un goleador que cuenta cómo definió una final, y le devolvió una frase bien de tribuna, una sola, con la que de una sola vez le quitó para siempre los miedos, le certificó que en ese pueblo y en miles de pueblos el fútbol seguía siendo un recurso para explicar el mundo y le confirmó que ni se había olvidado ni jamás se olvidaría de nada:

-Puede quedarse tranquila: los recuerdos nunca se van al descenso.
En el Bar de los Sábados, el Roto contó que, entonces, su sobrina abrió los ojos felices y vio cómo el pescador, todo un sabio, sacaba de las aguas un ejemplar precioso. Por supuesto, usaba una carnada hecha con viejos gajos de pelota.