miércoles, enero 31, 2007

Una tarde de Brujas


La guía turística decía lo que suelen decir las enciclopedias. Un montón de datos que, a la distancia, tendrían la consecuencia de un olvido previsible. Esta vez, sobre todo esta vez, era mejor no estar atados a las explicaciones de esa voluntariosa joven española. Y ella lo advirtió, o lo sabía. Su explicación tuvo el recortado carácter de una introducción. Y un cierre apropiado: "Disfrútenla, pues", dijo ella al contingente de turistas, en su mayoría argentinos en los tiempos del uno a uno. La tarde libre de datos enciclopédicos resultó una bendición. Mi mamá y yo, esta vez, nos independizamos del grupo, del mapa y hasta de los horarios. Brujas fue un encuentro con la magia. Estábamos en un cuento de Hans Cristian Andersen, pero sin el titiritero, ni pulgarcita ni el ruiseñor. Esa tarde de la primavera belga de 1993, Eulalia sonrió. Caminamos bajo un sol tibio, atrapados por la tentación de agarrar alguna de las tantas bicicletas sin candado que reposaban en las calles e ir más allá del recorrido que permitían nuestros pies sobre esas peatonales sin tiempo. Miramos con asombro y con calma cada canal y cada puente, la Iglesia de Nuestra Señora, la Catedral de San Salvador, la plaza del Burg, donde encontramos el Ayuntamiento y la Basílica de la Santa Sangre, y la plaza Mayor (Grote Markt) con su campanario gótico de 83 metros de altura y más de 300 escalones que no osamos subir. A esa altura, Brujas aún no había sido declarada Patrimonio de la Humanidad por UNESCO, como sucedería siete años más tarde, pero no contaba ese detalle para nosotros. La tarde de Brujas era, ante todo, una perfecta excusa para compartir sin reglas ajenas.
La merienda en un barcito del que no recuerdo su nombre, con sillas en la calle, al amparo de los retazos de un sol generoso, resultó el ámbito apropiado para coincidir en la sensación de gratitud (quién sabe con quién) por estar en ese lugar, en ese momento, en esas circunstancias. Tomamos té y pedimos una torta que tenía dulce de leche y mousse de chocolate, una licencia casi poética en la militancia de mi mamá por la comida sin demasiadas calorías y, sobre todo, sin colesterol.
Recordar aquellas postales, ahora inevitablemente antojadizas, no generan otra cosa que la voluntad de deshacer --si fuera posible-- las reglas del tiempo para regresar a esa mesa pequeña y redonda, a esa charla encantadora, a ese cuento de Andersen, a esa tarde de Brujas.