lunes, marzo 10, 2014

Allende, por Benedetti


Para matar al hombre de la paz
para golpear su frente limpia de pesadillas
tuvieron que convertirse en pesadilla
para vencer al hombre de la paz
tuvieron que congregar todos los odios
y además los aviones y los tanques
para batir al hombre de la paz
tuvieron que bombardearlo hacerlo llama
porque el hombre de la paz era una fortaleza

para matar al hombre de la paz
tuvieron que desatar la guerra turbia
para vencer al hombre de la paz
y acallar su voz modesta y taladrante
tuvieron que empujar el terror hasta el abismo
y matar más para seguir matando
para batir al hombre de la paz
tuvieron que asesinarlo muchas veces
porque el hombre de la paz era una fortaleza

para matar al hombre de la paz
tuvieron que imaginar que era una tropa
una armada una hueste una brigada
tuvieron que creer que era otro ejército
pero el hombre de la paz era tan sólo un pueblo
y tenía en sus manos un fusil y un mandato
y eran necesarios más tanques más rencores
más bombas más aviones más oprobios
porque el hombre del paz era una fortaleza

para matar al hombre de la paz
para golpear su frente limpia de pesadillas
tuvieron que convertirse en pesadilla
para vencer al hombre de la paz
tuvieron que afiliarse para siempre a la muerte
matar y matar más para seguir matando
y condenarse a la blindada soledad
para matar al hombre que era un pueblo
tuvieron que quedarse sin el pueblo.

domingo, marzo 09, 2014

El fútbol que vence a la Guerra


Ese ruido que parece hostil es una preciosa mentira. No se están matando bajo el oscuro cielo de Kabul. Hay disparos que no invitan a dolores inmediatos. Hay gritos que no son desencantos sino hermosos desahogos. Afganistán escucha los sonidos de siempre pero esta vez no lastiman, cuentan otra historia: el fútbol, increíble espejo de tantas cuestiones, es ahora motivo de una felicidad. Lo contó desde el lugar de los hechos el periodista Subel Bhandari, de la agencia DPA: "Durante largas horas resonaron disparos, pero esta vez el sonido de los fusiles Kalashnikov no tenía nada que ver con la guerra en Afganistán: eran la celebración por el primer título internacional de fútbol de la selección nacional". Las escenas sucedieron en el último septiembre, luego de la victoria en la final de la Copa Sudasiática, 2-0 frente a la India, en Katmandú, Nepal. En simultáneo, vía Twitter, Ahmad Shudsha -militante regional en nombre de los derechos humanos- escribía: "No son disparos de guerra civil ni de los talibanes ejecutando gente, sino de alegría". Por primera vez en demasiados años, tremenda paradoja, las armas ofrecían un mensaje feliz.

Pasaban otras cosas allí hace poco más de una década en tiempos del régimen talibán. En la misma Kabul, los escenarios desoladores se repetían sin interrupciones. Guerras internas, invasiones externas, conflictos diversos. Todo aportó para que el paisaje se deshiciera, para que las grietas y los escombros se apropiaran de cada porción de territorio. Pero también allí, desde las alturas del Tapa Maranjan, había espacio para un asombro: sobre un césped que parecía absurdo para el contexto, que en algún tiempo había sido campo de golf para ocio de los poderosos de turno, los hombres jóvenes jugaban cada tarde al fútbol. Como si se tratara de una tregua en tiempos devastadores. Corrían, pateaban, incluso gritaban una osadía: goles ante los oídos vigilantes de los implacables guardianes talibanes.

Enfrente había un emblema de esos tiempos inaceptables: el estadio Ghazi, el lugar más relevante para el deporte de este país de padecimientos repetidos. Allí cada viernes se ejecutaba, apaleaba, apedreaba y golpeaba a todos los hombres que las autoridades de entonces entendían como inapropiados. El martes era el turno de las mujeres. Ocurría que el viernes era considerado un día santo y por lo tanto las mujeres no merecían el patético honor del castigo en ese día. La gente era obligada a concurrir a los martirios. Las calles eran cercadas con vallas y todos los caminos conducían al estadio, donde camionetas 4x4 pobladas de talibanes con armas inmensas se encargaban de ordenar el listado de los inminentes crímenes. Ahí también ahora, una felicidad sucede: aquellos audaces que gritaban goles, por primera vez en su vida de tropiezos pueden sentirse campeones. No sólo por la gloriosa participación reciente; sobre todo, porque el fútbol sucede con la naturalidad de un amanecer.

El fútbol en Afganistán es la historia de una reconstrucción. Lo señala el periodista Andrés Burgo, siempre afín a estos recorridos periféricos vinculados al deporte: "El 20 de agosto, también sucedió en Kabul algo que excede cualquier resultado. Ese día, después de 10 años, la selección de Afganistán jugó su primer partido como local, y fue en el mismo estadio que los talibanes usaban para sus ejecuciones. Era la época en que se habían prohibido los barriletes (todo lo que estuviera cercano al cielo era ofender a Dios) siguiendo por la libertad física de las mujeres (esa imagen de los burkas tapando los rostros) y en el medio, entre otras tantas cosas, el fútbol. El torneo local estuvo suspendido 15 años y recién volvió a jugarse en 2012. Ahora se disputa la segunda edición". Cambian las sensaciones. En un país y en una región en la que el cricket es el deporte más popular, el fútbol asoma su inmensa cabeza. Y eso también es un síntoma.

La historia retrata al afgano como un seleccionado acostumbrado a perder e invariablemente ajeno a las grandes citas. El primer partido con carácter oficial se disputó recién en agosto de 1941. Y a la distancia, ese 0-0 frente a Irán tiene un carácter casi épico en términos del resultado. Los Leones -como los llaman- jamás jugaron un Mundial ni una fase final de la Copa de Asia. Su único registro en una competición de la FIFA aconteció en los Juegos Olímpicos de Londres 1948. Un partido, una derrota, una demostración: Luxemburgo lo goleó 6-0 en el debut y despedida. Hubo largas ausencias por los dolores y las cicatrices que la vida de este país cuenta. Pero, parece, ya es otro el seleccionado afgano. Poco se parece -incluso- a aquel plantel de 2004 que se terminó desmembrando por la deserción de nueve de sus integrantes en ocasión de un viaje a Italia para disputar un amistoso ante Verona. En el último ranking de la FIFA, publicado en setiembre, Afganistán alcanzó su mejor ubicación histórica: está en el puesto 132, delante de -por ejemplo- Tahití, el campeón de Oceanía y participante de la reciente Copa de las Confederaciones de Brasil. Parece un detalle poco significativo, pero resulta estrictamente un hito. Es más: Afganistán es uno de los principales candidatos a ganar el premio honorífico que la FIFA ofrece al seleccionado de mayor progreso en el año. De enero a septiembre, el equipo dirigido por Mohammad Yousef Kargar -un ex campeón nacional de esquí que fue futbolista y que ahora es el mejor técnico de la historia de este territorio- avanzó 54 lugares.

De repente, por un instante, la escena les pertenece a los olvidados. Mansur Faqiryar, quien nació muy cerca de esos disparos que se animan a celebraciones, es la principal figura de un equipo decididamente ajeno a la elite. Es arquero, ataja para el Oldenburg, de la quinta categoría de Alemania, pero en su país todos creen que es un superhéroe. El Buffon y el Casillas de Kabul. En la semifinal de la Copa Sudasiática atajó dos penales frente a Nepal. En la final, dicen que voló como si fuera el dueño del aire. Por ese motivo recibió un premio: el presidente Hamid Karzai le otorgó 20.000 dólares a modo de reconocimiento por los servicios prestados. También fue premiado como el mejor futbolista del torneo. Otro caso: Zohib Islam Amiri es un emblema del actual plantel. Juega como defensor y es quien más partidos internacionales acumula. También es un retrato: juega al fútbol en Mumbai, allí donde se filmó la película Slumdog Millonaire, de Danny Boyle. Por un momento, camino al título, Amiri se sintió Jamal Malik, el estupendo personaje construido por Dev Patel en el film. Hizo lo mismo, pero en otro terreno: respondió con la constancia de un campeón. Y como él, otros nombres tan lejanos para el Camp Nou o Wembley o el Maracaná: Sandjar Ahmadi o Hashmatullah Barakzai, quienes brindaron goles decisivos.

Queda claro: los mejores días están sucediendo ahora. También lo cuentan las calles, los parques y los restoranes. Nunca como en el último septiembre se vivió tal fervor alrededor del fútbol en la capital de este país, uno de los más pobres del mundo (ocupa el lugar 175 entre 186 en cuanto a su Indice de Desarrollo Humano, según datos de la ONU). Expresaron las agencias de noticias que el parque central Shar-e-Nau era una fiesta de colores y de entusiasmos, tras la victoria en Katmandú. Allí se transmitió el partido frente a India en pantalla gigante. Un milagro sucedió bajo ese cielo: la gente sintió que podía bailar y cantar y saltar sin que nadie prohibiera ni limitara nada. En paz. Y así lo hicieron hasta bastante después de finalizado el encuentro. En algunos puestos de alimentos y en restoranes se regaló comida. Parecía una fábula. Pero era otra cosa: un auténtico sueño de fútbol capaz de matar a cualquier guerra, al menos por un rato.

Texto publicado en Planeta Redondo, de Clarin.com


La celebración, del estadio a las calles.