jueves, marzo 15, 2007

Marmal, nuestro caballo


Como casi nunca antes y como nunca después aquella visita al hipódromo de San Isidro resultó una armónica complicidad. Sólo comparable con la compartida pertenencia quemera. Lo quiso el azar, pero también lo organizamos nosotros, mi papá Eladio y yo, que ya tenía poco más de 18 años. En realidad, no fue esa nuestra primera visita al ámbito hípico: unos meses antes yo había tenido mi estreno, pero en Palermo. Sucedió así:
"Elegí uno. ¿Cuál te gusta?", me preguntó mi papá. Y me lo tomé en serio. Miré a cada uno de los once caballos que corrían y los analicé como si toda mi vida hubiera vivido dentro de un haras. Los miré a todos a los ojos para ver si encontraba alguna señal, algún indicio, algún detalle diferenciador. No, nada. Al final, me decidí por las patas blancas de un tal Marmal. Nos fijamos en la Palermo Rosa: debutante, sin antecedentes familiares exitosos, sin chances. Una condena a la derrota. "No importa. Si te gustó ése, le jugamos a ése", me respondió Eladio ante la elección. Creo que era la cuarta o la quinta carrera de la tarde. Ya habíamos visto un par, pero en este nos jugábamos la intuición y algunos billetes. No porque la apuesta hubiera sido notablemente onerosa sino porque Marmal era el que más plata daba. Me acuerdo: eran mil doscientos metros. Nos fuimos a la tribuna, nos sentamos, miramos. Sabíamos que debíamos seguirles las patas a los caballos: las blancas tenían que terminar primero. Cuando doblaron en la última curva, camino a la recta final, Marmal --nuestro Marmal a esa altura de la tarde-- venía cabeza a cabeza con otro caballo. Y así llegaron al disco. Y así lo cruzaron. "Ganó ese Marmal por el hocico", decían esos tipos con caras y voces de entendidos y ropas de haberlo perdido todo por una cabeza. Les creí. Sentí que tenía la suerte del debutante y la gloria del acierto. Hubo que esperar a la decisión. Un rato después, ya con la pizarra confirmando el resultado, el entusiasmo se deshizo en desencanto: el otro --el maldito hereje, el que no importa el nombre que le pusieron al nacer-- se impuso por la ventaja mínima. Por nada. Antes de caerme en mi primera y única decepción de juego, lo miré a Marmal, al debutante, a nuestro caballo. Lo seguí, lo vi desaparecer. No sabía cómo agradecerle su esfuerzo... "¿Viste? El hipódromo, el juego es así. Casi siempre perdés, y si te entusiasmás, peor. Podés perder todo...", me explicaba mi papa, ya en Plaza Italia para tomar el 67. La explicación era un consejo. Me quedó para siempre.
Pero en el Clarín de unos pocos meses después decía que, en el césped de San Isidro, corría Marmal. Ya no era un desconocido: en la volanta de la primera página de la sección Turf destacaban su presencia y se referían a su sorprendente debut. En el listado de carreras, aparecía como el candidato a ganar la segunda. No quedaba otra: fuimos. Bajamos del ferrocarril Mitre sabiendo que los únicos boletos que jugaríamos serían para nuestro caballo, ese caballo que nos pertenecía aunque nunca lo hubiéramos podido comprar. El hípódromo de San Isidro estaba semivacío. No había clima en las tribunas, no había gente en la confitería. Mi papá tomó un vaso de vino; y yo, una coca. No vimos la primera carrera porque estábamos en las ventanillas. Y, luego, en la exhibición de caballos, previa a la carrera. No aparecía Marmal. No lo vimos. Averiguamos si no lo habían dado de baja o algo por el estilo. No: corría, pero no estaba ahí en la recorrida previa. No nos pudo ver.
En la largada había nueve caballos. Y Marmal, nuestro Marmal, salió séptimo, a mil cuerpos. No ganamos nada, claro. Primero pensé que era porque el caballo no nos había visto, que le hubiera hecho bien, que se había angustiado, que no era un caballo para el césped, que falló el jockey, que tantas cosas... Después comprobé que lo que decía mi papá sobre las apuestas era ni más ni menos que una saludable certeza y un alivio para el bolsillo.
Cuando llegamos a mi casa, en la calle Melián, mamá Eulalia, que estaba con la tía Irma, nos preguntó: "¿Cómo les fue?" Y respondí: "Perdimos". Y poco después, con la misma cara de fastidio, dije: "Eso sí, no pienso apostar nunca más". Mi papá y mi mamá miraron aliviados. Les simpatizaba esa suerte de convicción. Lo vivían como una garantía del futuro inmediato. Creyeron que eso había sido lo mejor de aquella visita repetida al hipódromo. Estaban equivocados. Lo mejor lo determinó el paso del tiempo: el mayor triunfo había sido compartir cada segundo de esa presunta derrota.