lunes, diciembre 12, 2011

Caminos de la belleza





Jaime Sabines, Octavio Paz. Distintos recorridos de la poesía, esos caminos de la belleza.

martes, diciembre 06, 2011

Adiós querido Doctor


De repente, un domingo se hace velorio de una ciudad, de un país, de un deporte. La noticia sucede y se hace un golpe en la cabeza de los que lo quieren, de los que lo abrazaron, de los tantos y tantos que lo vieron jugar por los rincones del mundo: Sócrates -el Doctor, el crack que defendía como pocos el carácter lúdico del fútbol y el militante de las causas de los postergados- dejó de existir bajo el cielo de ese país al que representó y adoró, Brasil. El homenaje sucedió en simultáneo con la despedida: en cada estadio donde el Brasileirao se estaba disputando hubo un minuto de silencio y aplausos reverenciales; en Ribeirao Preto -a 280 kilómetros de San Pablo- los más cercanos y muchos admiradores lloraban su adiós y recordaron a sus modos su recorrido épico y su compromiso más allá del verde césped. En Florencia, esa ciudad que también lo tuvo como orgullo y como elegante mediocampista, sucedió lo mismo. También allí, en el estadio Artemio Franchi, una bandera de la Curva Fiesole sostenía: "Il Dottore vola in cielo a fare un tacco da Dio" (El Doctor vuela al cielo para hacerle un taco a Dios").

En el cementerio Bom Pastor, había caras de todos los orígenes: amigos del futbolista destacado, chicos de favela, compañeros universitarios de su carrera de médico, vecinos respetuosos, fanáticos en silencio inevitable, familiares cercanos y no tanto. "Todo el mundo sabe la importancia de Sócrates para el fútbol y para el país", dijo Raí -su hermano, figura del San Pablo en días felices- y recordó la condición de luchador inquebrantable contra la dictadura sucedida en Brasil. Habló de aquellos tiempos de militancia de un Sócrates que se animaba a protestar y a decir en los días bravos en los que el poder del gobierno de facto dictaba normas y obligaba a silencios. Cerca de Raí estaba Walter Casagrande, ex delantero del Corinthians y del seleccionado canarinho, actual comentarista de la TV Globo. Lucía roto. Dijo cuatro palabras entre sollozos: "Se fue mi superhéroe". Ese mediocampista que parecía capaz de todo generaba ese tipo de adhesiones y de sensaciones.

Lo escribió Ronaldo, otro crack de la misma tierra, en su cuenta de Twitter, apenas enterado de la noticia: "O dia começou triste. Descanse em paz Dr. Sócrates..." ("El dìa comenzó triste. Descanse en paz, Dr. Sócrates..."). El resto del dolor lo dijo callando. La presidenta Dilma Roussef le puso palabras al lamento de todos: "Brasil ha perdido a uno de sus hijos más queridos: el doctor Sócrates". En su comunicado oficial destacó la "genialidad en el campo de juego y el compromiso político y su preocupación con el pueblo de nuestro país". Lula da Silva -el inmenso líder latinoamericano, el hincha del Corinthians- expresó sobre el hombre que se fue de este mundo después de 57 años: "Se va un ejemplo de ciudadanía, inteligencia y conciencia política. Se va también un amigo". Y agregó: "Su contribución al Corinthians, al fútbol y a la sociedad brasileña jamás será olvidada. Por todo eso, Gracias Doctor".

El estadio Pacaembú, el último domingo, vivió una jornada atravesada por todas las sensaciones: el vacío, el llanto, la gratitud, el festejo contradictorio, el clásico, el respeto, el dolor, la fiesta inevitablemente dosificada. Corinthians necesitaba -y consiguió- apenas un empate en el clásico frente a Palmeiras para consagrarse en el Brasileirao por primera vez desde 2005, en aquellos tiempos de Carlitos Tevez ídolo del Timao. En las tribunas, el adiós a Sócrates había modificado el escenario de la inminencia de otra vuelta olímpica. Las banderas contaban de qué se trataba la jornada: "Obrigado Doutor" ("Gracias Doctor") decían por cada costado del estadio. El crack que tanto habían querido y que tan grande los había hecho ya no estaba. Hubo silencio y aplauso unánime para evocarlo.

Escribió Diana Renée, de la agencia DPA, en una necrológica que tituló con unas pocas palabras que cuentan a Sócrates ("Un intelectual y artista del fútbol"): "Fue durante dos décadas uno de los símbolos de una de las eras doradas de la selección brasileña, cuyo estilo alegre y ofensivo encantó el planeta, especialmente en el Mundial de España 1982. El fracaso en el intento de la 'verdeamarela' de conquistar el título en España -que se repitió en México 1986- no borró el encantamiento dejado por el equipo dirigido por Telé Santana y comandado por estrellas como Zico, Paulo Roberto Falcao y por el mismo Sócrates, que está hasta hoy considerado como uno de los mejores que ha formado Brasil en su historia". Tales Azzoni, en Terra, escribió en la despedida: "Dentro y fuera de la cancha, el ex astro brasileño de fútbol Sócrates se destacó sobre el resto. Su elegante estilo de juego y su profunda participación política le hicieron una figura única en el fútbol de Brasil, en su tiempo de jugador e incluso en la actualidad. Dejó su huella como capitán de la selección de Brasil en la Copa del Mundo de 1982, considerada por muchos como el mejor equipo que no haya ganado el certamen. Era sabida su afición a la bebida, que él reconoció públicamente y que le causó los problemas de salud que eventualmente llevaron a su fallecimiento".

Antonio Falcao brindó la armonía de sus palabras para contarlo: "Fue la antítesis del buen atleta: estaba en contra de los entrenamientos individuales o colectivos y de la abstinencia -sobre todo del sexo, alcohol, tabaco, juerga nocturna y guitarra (que tocaba). Hasta su nombre se escapaba de lo convencional: Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieira de Oliveira. Estudió medicina mientras jugaba, se expuso en la política y vio el binomio directivo-jugador desde la óptica de las relaciones laborales. Se entregó a la ciudadanía con ahínco, siendo intransigentemente solidario con los compañeros de profesión. Para emplear el término típico de la inútil y necia dictadura militar brasileña, Sócrates era subversivo. Aunque, desde el punto de vista estrictamente democrático, un cordial y saludable subversivo, de gran utilidad a la humanidad".

Siempre estuvo orgulloso de su mirada del mundo, de sus mensajes, esos que en tiempos de futbolista se animaba a ofrecerlos desde una vincha que se convirtió en su marca registrada. En los 80, por ejemplo, este admirador del Che Guevara fue partícipe e ideólogo de una búsqueda que asombró a su país y a su deporte: el Movimiento Democrático Corinthians, que hizo que el club paulista llevara a cabo elecciones democráticas internas. Un símbolo inequívoco del rechazo a la dictadura, que ya comenzaba a retirarse tras dos décadas en el poder. Se manifestaba de izquierda. Y de su admiración por Fidel Castro surgió el nombre de uno de sus hijos. Sobre eso, Sócrates contó alguna vez, en una entrevista para la BBC, la siguiente anécdota: "Cuando le puse a uno de mis hijos Fidel, mi madre me dijo: 'Es un nombre un poco fuerte para un niño'. Y le respondí: 'Madre, mira lo que me hiciste a mí'". Cuentan que también se podría haber llamado John, por Lennon, otro de sus personajes más apreciados.

Sus compañeros lo elegían como líder, naturalmente. Los rivales se paseaban cerca de él entre el respeto y la admiración. El diario El País, de España, consultó a varios de los que lo tuvieron enfrente. Contó Andoni Zubizarreta, arquero de España, quien lo enfrentó en el Mundial de México 1986: "Le recuerdo escuchando los himnos antes del partido con aquella cinta en el pelo que recordaba a los más desfavorecidos. Era en el estadio Jalisco justo antes de mi primer partido en un Mundial y para mí era el recuerdo del mágico Brasil que cayó contra Italia en España 82. Era el fútbol poderoso y elegante de un jugador que reunía la potencia del fútbol alemán y la sutileza del mejor brasileño. Siento que se nos ha ido un romántico del fútbol... un grande del balompié". Dino Zoff, arquero campeón del mundo con Italia a los 40 años, recalcó: "A mí me marcó un gol en el Mundial del 82... por el que recibí criticas. Sócrates era el clásico jugador que cuando chutaba metía el balón donde nunca te lo esperabas. Era una persona de bien y un jugador inteligente y con gran clase".

Su esposa Katia Bagnarelli no estuvo en el velatorio en Bom Pastor. Estaba empezando a cumplir el deseo del hombre al que acompañó hasta el último de sus minutos: Sócrates pidió que en su despedida hubiera una fiesta. Según señala el diario Folha de Sao Paulo habrá una celebración a pedido del crack que desde ahora será mito y añoranza. Allí estarán, entre muchos de sus amigos más íntimos, los músicos Raimundo Fagner y Zeca Baleiro. El primero cantará una de sus canciones más conocidas, Sorriso novo (Sonrisa nueva): "Não se pode prender uma asa de luz / Que brilha junto a toda segredo que há / E sempre viverá / Mesmo em quem não entenda / Que aquilo que viveu não se retocará" ("No se puede encender un haz de luz / Que brilla sobre todos los secretos que hay / Y que siempre vivirá / Incluso en aquellos que no entienden / que lo que se vivió no se modificará"). Esa letra nació en 1982, en aquel tiempo en el que todos querían jugar como Sócrates. Y ahora sonará de nuevo. Para siempre.



Más:
Otros detalles, en Planeta Redondo, de Clarín.

viernes, noviembre 11, 2011

Música para imaginar y reflexionar







The Beatles, Ludwig van Beethoven, Joan Manuel Serrat. El universo, las limitaciones, los caminos de la locura. La música y sus espacios para la imaginar y reflexionar.

lunes, octubre 10, 2011

El cine invita









Federico Fellini, Woody Allen, David Lynch, Eric Bress. Los sueños, el azar, las ideas, el Efecto Mariposa. Cuatro cineastas y cuatro temáticas abordadas por José Gordon, de Imaginantes. Una invitación para reflexionar.

domingo, septiembre 04, 2011

El equipo de los fusilados


Esos disparos fueron los últimos sonidos que escucharon. No hacía falta que nadie les explicara nada. Ellos -futbolistas, hombres sufridos en días de guerra- sabían por qué los mataban. Habían tenido una osadía grande: ganarle al equipo que no debía perder. En la Ucrania invadida por la Wehrmacht -las fuerzas armadas de la Alemania nazi-, los jugadores del FC Start (conformado por mayoría de futbolistas del Dinamo de Kiev) habían vencido a esos rivales que -bajo el ala protectora de Hitler- sólo conocían los encantos de las victorias fáciles.

Eduardo Galeano, desde la Vecina Orilla, los evocó: "También para los nazis, el fútbol era una cuestión de Estado. Un monumento recuerda, en Ucrania, a los jugadores del Dínamo de Kiev de 1942. En plena ocupación alemana, ellos cometieron la locura de derrotar a una selección de Hitler en el estadio local. Les habían advertido:

-Si ganan mueren.

Entraron resignados a perder, temblando de miedo y de hambre, pero no pudieron aguantarse las ganas de ser dignos".

El lugar de nacimiento de este equipo sin olvido, orgullo de su tierra y del deporte, fue una panadería. Allí se juntaban muchas personas para conseguir un trabajo que no había. Josef (o Iosif, según el idioma) Kordik, el dueño del local, era fanático del Dínamo y del fútbol. El origen alemán le había salvado la vida y el trabajo. Allí, en ese espacio que era un refugio entre bombas y hostilidades, Nikolai Trusevich -ex arquero del Dinamo- trabajaba a escondidas a cambio de cama y de comida. Josef fue el primer audaz: le propuso armar un equipo de fútbol. Nikolai le sumó su cuerpo enorme y su entusiasmo gigante: se puso a reclutar antiguos compañeros. Era el principio del Football Club Start.

El hambre no los hizo débiles. Allí estaban ellos para demostrarse y demostrar que juntos podían afrontar las adversidades más crueles. Además del arquero, había otros siete jugadores del Dínamo en el grupo: Mikhail Putistin, Ivan Kuzmenko, Makar Goncharenko, Mikhail Svyridovskiy, Fedir Tyutchev, Mykola Korotkykh y Oleksiy Klimenko. A ellos se sumaron tres integrantes del Lokomotiv Kiev: Vladimir Balakin, Mikhail Melnyk y Vasil Sukharev. Entre junio y julio de 1942 se mostraron como un equipo imbatible: vencieron a equipos de distintas reparticiones militares; los golearon y se lucieron. Fueron seis triunfos, con cuarenta goles a favor.

Ya en agosto, el día 6, derrotaron por 5-3 al Flakelf, el equipo de la Fuerza Aérea de Alemania. Era una afrenta para los representantes del Tercer Reich. Enseguida los vencidos pidieron revancha y determinaron quién iba a ser el árbitro. No podía ser de otro modo: el elegido era un integrante de las SS. El desarrollo del partido, disputado en el estadio Zenit, fue similar a como lo mostró la película "Evasión o victoria" (en la Argentina, "Escape a la victoria"), inspirada en este partido. Patadas permitidas para el equipo alemán, un gol con el arquero lesionado, infracciones de todo tipo, empujones, amenazas. A pesar de todo eso, el primer tiempo finalizó 2-1 para el equipo de la panadería de Kiev.

Lo que pasó en el entretiempo, considerando el desenlace, resulta previsible de imaginar: a los jugadores del equipo del barrendero Trusevich les explicaron que no debían ganar. El precio de la victoria era el más caro: la vida. Pero ellos -deportistas desde el alma- aceptaron pagarlo. Fueron mejores durante todo el segundo tiempo. Ya con el resultado 5-3, los ucranianos seguían brillando. Demostraban toda su superioridad en el campo de juego. Lastimaban el orgullo nazi, como aquellos peruanos de los Juegos Olímpicos de 1936, en la victoria ante Austria. Ellos -los refugiados del panadero Josef- ya sabían que ese atrevimiento traería consecuencias.

Lo que pasó después fue una tragedia en medio de la tragedia. Tras el partido, los dejaron festejar a los ucranianos. Pero averiguaron dónde se refugiaban. Y los obligaron a volver a jugar. Lo que pasó lo recordó el periodista Santiago Siguero, en el diario Marca, al cumplirse esta semana 69 años de aquel encuentro: "Esa segunda derrota fue demasiado para los alemanes, que prepararon la venganza en frío. Una semana después, el 16 de agosto, el Start volvió a ser obligado a jugar ante el Rukh (8-0). Tras el partido, la Gestapo arrestó a varios jugadores, oficialmente por pertenecer a la NKVD, el órgano represor de Joseph Stalin. En realidad, uno de ellos, Korotkykh, ya había sido detenido antes del partido del 6 de agosto y murió unas semanas después, tras ser torturado. El resto fueron enviados al campo de trabajo de Sirets, donde Klymenko, el portero Trusevich e Ivan Kuzmenko fueron ejecutados en febrero de 1943". La leyenda cuenta que Trusevich murió con el buzo de arquero puesto...

El escritor mexicano Juan Villoro, impecable hombre de las palabras y un preciso observador del fenómeno del fútbol, puso aquel hecho en su lugar. Lo describió así: "La historia del fútbol mundial incluye miles de episodios emotivos y conmovedores, pero seguramente ninguno sea tan terrible como el que protagonizaron los jugadores del Dinamo de Kiev en los años cuarenta. (...) En la muerte dieron una lección de coraje, de vida y honor, que no encuentra, por su dramatismo, otro caso similar en el mundo".

Los homenajes brotaron con el tiempo: se filmaron películas y documentales, se escribieron libros y cuentos, se erigieron monumentos, se alimentó con adjetivos la épica de aquel grupo de futbolistas. Pero hubo y hay un modo de evocarlos que es pasado, presente y futuro: los poseedores de una entrada de aquel partido de la muerte tienen derecho perpetuo a un asiento gratis cuando juegue el Dinamo. Esos ojos que todavía miran son, tal vez, el mejor tributo a ese equipo víctima del horror.

Texto publicado por el autor del Blog, en Planeta Redondo.

Cine:

El trailer de Escape a la victoria (Victory), la película inspirada en aquel partido de la muerte, sucedido durante la Segunda Guerra Mundial.

Más:
Los detalles de la película, en IMDB.

viernes, septiembre 02, 2011

Letras sobre la imaginación









Carl Jung, Juan José Millás, Julio Cortázar, Haruki Murakami. Cuatro escritores, cuatro abordajes de la imaginación a través del microprograma Imaginantes, de Televisa.

Más:
Sobre Imaginantes, en la Fundación Televisa.

lunes, agosto 08, 2011

Gabriela, el tortugo

Me lo contó la traductora Lorena Delgado, bajo el sol tibio de Colonia, en un mediodía de paraíso: A Valeria -su hermana- le habían regalado una tortuga. Le pusieron un nombre sin dar demasiadas vueltas: Gabriela. No era simpática como la famosa Manuelita de Pehuajó. Casi todo lo contrario. Tenía particularidades de asombro: mordía el pie de cada uno que se le cruzara en su camino de pasos lentos, desaparecía sin avisar, se metía debajo del hogar, jugaba a resucitar después de tirarse del primer piso. Locuras de una tortuga incómoda. Le gustaban los riesgos, también: solía trepar paredes, pero su inevitable torpeza la dejaba invariablemente dada vuelta. Si estaba sola, era un peligro grande. Algunos en la familia llegaron a pensar que Gabriela se quería suicidar. La tortuga estaba harta de su casa de Barracas; y en la casa también estaban hartos de ella. La decisión siguiente fue una consecuencia: a Gabriela la mudaron a la casa de María Rosa, la maestra de Loli. Allí, encontró su lugar en el mundo: había loros, perros, gatos; también una tortuga amiga. Pero llegó la primavera y con ella, una sorpresa: la tortuga amiga iba a tener tortuguitas. Gabriela no era tan nena como su nombre indicaba. Gabriela era un tortugo al que nadie había sabido comprender... 

viernes, agosto 05, 2011

Mi otro país

Retrato fotográfico de Colonia del Sacramento, Uruguay. Con el Río de la Plata siempre asomando su inquietante mansedumbre.

Nací de este lado del Río, en Buenos Aires. Soy auténticamente porteño. Me gusta mi ciudad, sus barrios, sus ritos, sus espacios, sus particularidades, su gente, su aspecto, sus bares, su noche, sus avenidas... Sí, me gusta todo. O casi. No reniego de mi condición ni cosa parecida. Pero tengo una debilidad desde no recuerdo cuándo. Quizá desde siempre. Se trata de mis vecinos uruguayos. Y ahora, puesto a recordar razones, me encontré con todo esto:
Grité el gol de Daniel Fonseca contra Corea del Sur, en el Mundial de Italia 1990. No sé por qué. Me nació así, con la espotaneidad de lo natural.
Caminé por La Rambla en tiempos de la adolescencia y sentí que no estaba fuera de mi país. Esa era también mi Rambla.
Me abracé imaginariamente al inmenso Pedro Barrios y al estupendo Walter Pelletti, esos uruguayos tan quemeros como yo.
Conocí Colonia y supe que es el perfecto remanso en un mundo sin remansos.
Aprendí palabras ajenas que ahora me resultan propias.
Probé el Medio y Medio y lamento su ausencia en cada supermercado o bar o restorán de la Argentina.
Sentí y siento que Montevideo es una suerte de Buenos Aires unplugged.
Si hasta el glamour estival de Punta del Este percibí que me abrazaba.
Descubrí, también bajo ese cielo celeste Uruguay, que una historia de amor puede durar un puñado de días de verano.
Me pregunto: ¿qué serían las luces y las oscuridades del mundo sin las palabras ni las explicaciones de Eduardo Galeano?
Leí también a Horacio Quiroga, a Mario Benedetti y a Juan Carlos Onetti y puedo decir que ninguno de ellos debería faltar en una biblioteca valiosa.
Me hace reir como pocos el Negro Rada. Siempre admiré la originalidad de Leo Maslíah. Disfruto como a casi nadie al impecable Jorge Drexler.
Me fastidié por la estupidez alrededor del Caso Botnia.
Me fascina la épica de José Nasazzi y de Obdulio Varela.
No soy uruguayo porque no nací en Uruguay. Pero siento, cada vez que subo al Buquebus, que voy de visita a mi otro país, a la casa de mi hermano más querido.

Lo que sigue lo escribió Hernán Casciari, escritor y prolífico blogger, en Orsai, en octubre de 2005:

Justicia poética
Desde la más tierna infancia, desde el principio, entendí que soy un uruguayo atrapado en el cuerpo de un argentino. Ya de chico pensaba, vivía y sentía como uruguayo, por más que tratase de ocultarlo a causa del qué dirán. Mi mamá se dio cuenta una tarde que me vio tomando mate solo a una edad imposible. A mi padre traté de ocultárselo más tiempo, pero en el Mundial de España se me escapó un grito de gol. Imagino que sufrió en silencio, aunque nunca hablamos del tema.
De chico miraba con fascinación horas y horas, a escondidas, un mapa enorme del Uruguay, y pronunciaba en voz alta los nombres de las ciudades en donde me habría gustado nacer: Durazno, Canelones, Cabo Polonio, Treintaitrés. Mi mamá golpeaba con insistencia la puerta del baño:
—¡Hernán! ¿Qué estás haciendo tanto tiempo ahí adentro? —me gritaba. Yo plegaba el mapa, rojo de vergüenza, y tiraba la cadena para disimular, pero la oía susurrarle a mi padre:— Tu hijo está otra vez metido en el baño, con el mapa de Uruguay —decía acongojada—, vas a tener que hablar con ese chico.
En el colegio, cuando todos cantaban el Himno en el salón de actos, yo cambiaba secretamente algunos versos. Oíd mortales el grito sagrado: Uruguay, Uruguay, Uruguay. Posiblemente, al principio, haya sido una de esas taras que tenemos los chicos para llamar la atención o requerir afecto, porque además de uruguayo también yo decía ser panteísta. Pero lo segundo se me pasó cuando conocí el choripán, y en cambio lo de ser uruguayo todavía me persigue.
Y es que con el tiempo, en vez de menguar, la necesidad de ser uruguayo crecía en mi pecho, incesante. Por eso en mi adolescencia adoraba las noches limpias de verano, sin una sola nube, ésas noches que permitían que la señal del canal doce de Montevideo llegara casi perfecta al televisor de mi pieza. Me quedaba madrugadas enteras viendo películas infames de trasnoche, solamente para disfrutar de la publicidad charrúa, de ese acento cristalino, casi idéntico al mío pero más entonado y cadencioso.
Más tarde, con la llegada de la literatura, supe que mi obsesión no estaba mal encaminada. Leí una frase de Cortázar a los quince años: "Un argentino que nunca fue a París es una especie de uruguayo". Y yo me juré, como nomás jura un imbécil en la edad del pavo, que jamás pisaría Francia. (No pude cumplir la promesa, y lo lamenté en el alma en el mismo momento de pisar el aeropuerto Charles De Gaulle.)
En esos tiempos mercedinos, conocer a un uruguayo verdadero me ponía la piel de gallina. Una vez vino a la ciudad una banda que tenía un baterista uruguayo. Yo le preguntaba cosas de una manera enloquecida, como si Carl Sagan se hubiera encontrado con un marciano... Le preguntaba a mi uruguayo si hacía frío o calor en su país, si había montañas, si la cebolla hacía llorar. El baterista me miraba raro. "Es igual que acá, botija", me decía. Y yo pensaba: "¡Qué grandioso! Además de geniales, son humildes".
A decir verdad, no sé qué estoy haciendo en Barcelona. Desde que tengo memoria, siempre supe que mi destino estaría en Montevideo. Siempre creí que terminaría viviendo allí, casado con una uruguaya de pelo suelto experta en hacer ensaladas, y que yo fumaría en pipa y escribiría cuentos uruguayos. No pudo ser, pero a veces me despierto con una sensación de desasosiego, con una nostalgia de algo que no pasó jamás.
Quizás por esa manía temprana, los protagonistas de mis primeras tres novelas son uruguayos. Tampoco fue una decisión: surgió de ese modo, me sentía más cómodo gritando al viento mi opción de identidad desde el disfraz de la literatura. En una temporada de mi vida hasta aprendí a ponerme el termo en el sobaco y cebar con la misma mano. En otra época, salía con el mate a la calle para que la gente dijera "ahí va un uruguayo". Durante los mundiales 86 y 90, por un odio cultural hacia Bilardo, hinché abiertamente para Uruguay y lloré con el gol de Pasculi, que nos dejó afuera.
A lo largo de mi vida no conocí nunca, pero nunca, a un uruguayo malo, o cancherito, o pretencioso. Todos los uruguayos que pasaron por mi vida fueron como ángeles, como hermanos reencontrados. Incluso los muertos, los que nunca toqué. Quiroga, Felisberto, Onetti. A veces, cuando un uruguayo me quiere hacer enojar diciéndome que Gardel no es argentino, que en realidad nació del otro lado del Plata, yo para mis adentros pienso: "A mí me pasa lo mismo".
Hace poco estuvieron comiendo conmigo la cantante uruguaya Laura Canoura y el guitarrista uruguayo Jorge Nocetti; y me pasó lo de siempre. Esa sensación de hermandad, de bonanza, de estar con personas que he visto siempre, con gente que permanece cerca a pesar de los aviones y los regresos. Ellos provocan que, por un rato, el uruguayo que llevo dentro salga a tomar el aire a la superficie de mi vida.
Por ejemplo, yo no bailo. No sé bailar; no puedo. Sin embargo, la primera vez que lo vi en vivo a Jaime Roos —fue en la Trastienda, hace muchos años— algo dentro de mí pegó un salto, se desató a la mitad de "Colombina" y los que estaban conmigo juran que me convertí en otro. Dicen que movía los pies, dicen que de repente yo era un gordito con ritmo. No sé si es verdad, porque no me acuerdo de nada. Pero es muy posible.
La milonga de Borges me pone la piel de gallina. Hace un rato la busqué en un libro porque quería poner unos versos en este artículo, y volvió a conmoverme:


Hombro a hombro o pecho a pecho,
cuántas veces combatimos.
¡Cuántas veces nos corrieron,
cuántas veces los corrimos!
Milonga para que el tiempo
vaya borrando fronteras;
por algo tienen los mismos
colores las dos banderas.

Habla de eso mismo, Borges. De ese extraño sentimiento en donde no importan las diferencias sino las similitudes. Somos un mismo pueblo que no comparte nombre, pero da igual. Yo me siento partido al medio, pero muchas veces más de aquel lado que de éste. No sé por qué.
Anoche pensaba en todas estas cosas, mientras miraba el partido. La selección de Uruguay necesitaba ganarle a Argentina para mantener vivas sus chances mundialistas. Y yo, como muchos argentinos que también tienen un uruguayo adentro, cerramos el puño y fuimos felices con el gol de Recoba. Porque recordamos el placer de haber leído a Felisberto, porque no podemos olvidar haber pescado en esos ríos y haber caminado de noche por Montevideo, porque en el fondo sabemos que ellos son como nosotros pero sin los defectos nuestros, porque aunque sean chiquitos son nuestros hermanos mayores, porque saben mirar a los ojos y tienen esa luz de pueblo silencioso en la mirada, y porque hace un mes mi hija fue arrullada para dormirse por una de sus mejores voces. Gol de Recoba. Uruguay sigue soñando con el Mundial y Chile se queda afuera. Justicia poética.
Estamos hechos del mismo barro. Ésa es la diferencia entre ser hermanos de sangre o ser nomás un país limítrofe. Yo ya tengo un país limítrofe a la derecha, y es suficiente. Pero a la izquierda, del lado del corazón y por suerte, tengo a unos hermanos del alma. Tan cerca, tan pero tan cerca, que a veces pienso que soy un uruguayo que nació, por un error del viento, a trescientos cuarenta kilómetros de mi cuna.


Cine:


El trailer de Whisky, una encantadora película uruguaya.

Más:
Detalles del film, en IMDB.

viernes, julio 15, 2011

El arquero de las manos rotas


De Nicolae Ceaucescu se contaron y se cuentan las peores cosas. Fue la máxima autoridad rumana entre 1965 y 1989 y condujo al país con el rigor de los peores dictadores. Retrató en su tiempo el diario El País, de Madrid, sobre el final de sus días: "Ceaucescu y su mujer gobernaron el país durante 24 años con mano de hierro, con un culto a la personalidad de ambos insólito en Europa y una represión de monstruosas proporciones". El matrimonio fue ejecutado en 1989 tras una sentencia condenatoria por delitos de genocidio, demolición del Estado y acciones armadas contra el pueblo, destrucción de bienes materiales y espirituales y de la economía nacional y fuga de US$ 1.000 millones hacia bancos extranjeros.

Eran tiempos difíciles en Rumania. Y el fútbol servía de retrato de la interna del poder y de maquillaje público para ocultar la verdadera cara del país. El enfrentamiento entre el Ministerio de Defensa y el Ministerio de Asuntos Internos se veía a partir del Marele Derby (El Gran Clásico) entre el Steaua y el Dinamo, ambos de Bucarest. Esta situación tuvo sus mayores expresiones en la década del 80. Entre 1981 y 1984 dominó el Dinamo; desde entonces hasta la caída de Ceaucescu fue el tiempo del equipo del ejército, Steaua.

Dentro de ese contexto hay un personaje emblemático: Hemult Ducadam, arquero del Steaua que en 1986 se convirtió en el primer equipo de Europa del Este en ganar la Copa de Campeones. El escritor húngaro Gyorgy Dragoman se inspiró en aquellos tiempos para el relato de su novela El Rey Blanco. Al momento de la presentación del libro, consultado por el diario La Vanguardia, evocó al arquero de lo imposible: "Ducadam detuvo nada menos que cuatro penales en la final de la Copa de Europa del 86. Era un héroe nacional. Pero, tras aquella final, desapareció del mapa. Corrían muchas leyendas urbanas sobre él. Yo, como muchos, creía que estaba muerto. Se decía que el dictador o su hijo le habían torturado, celosos de su popularidad o porque no les quiso dar un Mercedes que le habría regalado el presidente del Real Madrid. Sin embargo, como si no hubiera pasado nada, un día, en el 2002, puse la tele y lo vi hablando, en una entrevista".

En aquella ocasión, Ducadam relató una historia tremendamente real y curiosamente inverosímil: Steaua tuvo que jugar y entrenarse en Rumania tras el accidente nuclear de Chernobyl, en 1986, poco antes de la final frente al Barcelona, en Sevilla. La recomendación para los arqueros era terrible: "No toquen mucho la pelota porque puede tener partículas radiactivas en su contacto con el césped". Dragomán explicó sobre ese detalle: "La idea de un portero de fútbol que tuviera que huir del balón me pareció de un absurdo total, hasta tal punto que sólo un niño podría contarla sin parecer un bromista". Por eso, un niño es el protagonista de su novela.


La final de Sevilla, disputada en mayo de 1986, lo catapultó a Ducadam a la condición de figura y luego, a la de mito. Hijo de padres alemanes y nacido en Selinac, residencia de muchos rumanos de raza germánica, el inmenso arquero contó el día de la consagración: "Yo creo que hay otros porteros mejores. A mí me gustan Schumacher y Arconada, aunque siempre admiré a Gordon Banks. Además, para mí el mejor equipo europeo es el Dinamo de Kiev". Su modestia no lo salvó de las garras del régimen.

Tras transformarse en el Héroe de Sevilla al detener los remates de Alexanco, Pedraza, Pichi Alonso y Marcos, Ducadam sufrió una grave lesión que luego le impediría jugar la final Intercontinental contra River, en Japón. La versión oficial indicó una trombosis en el brazo. Pero el fantasma de la sospecha siempre abordó esta historia. Es curioso: ni el propio protagonista lo confirmó jamás. Pero en Bucarest casi nadie duda: a Ducadam le rompieron las manos con las que había hecho campeón al Steaua.

La leyenda urbana señala que había un hombre muy feliz por la derrota del equipo catalán: Ramón Mendoza, presidente del Real Madrid. Era lógico: Barcelona seguía sin poder ser el Rey de Europa. Cuentan que su alegría la hizo premio: le regaló a Ducadam un Mercedez Benz, una tentación de casi imposible acceso en el régimen de Ceaucescu. Nicu -hijo del presidente del país y mandamás del Steaua- reclamó el auto para él. No hubo caso, Ducadam no cedió. La creencia indica que le rompieron los diez dedos. Lo cierto es que recién volvió a atajar tres años más tarde, pero en un equipo menor, el Vagonul Arad.

Aunque nadie lo confirmó, la versión no parece una locura. Sobre todo, considerando que todo tipo de caprichos de los Ceacescu eran concedidos entonces. También en el ámbito del fútbol. El mejor ejemplo lo exhibió la final de la Copa de Rumania en 1988: hasta los 43 minutos del segundo tiempo el partido estaba igualado en uno. Entonces, el Steaua le convirtió un gol al Dinamo que el árbitro, correctamente, anuló por una posición adelantada. Ante lo que consideraban un despojo, los dirigentes retiraron al equipo de la cancha. Esa misma noche, una orden del Ministerio de Defensa prohibió a los medios publicar la crónica de ese encuentro. La resolución obligaba a esperar la decisión final de la Federación. Dos días después, el fallo era inequívoco: "El campeón es Steaua". A esa altura, el arquero de las manos rotas trataba de recuperarse lejos de esa final, entre olvidos.

Publicado por el autor del Blog en Planeta Redondo. El texto inspiró el tema "El héroe de Sevilla" del grupo Viejo Smoking. Mañana (16/7), la banda presentará con un recital su segundo disco.

miércoles, junio 15, 2011

El abuelo del reggae



Música nacida de la inspiración de los esclavos llegados al Caribe desde Africa, el mento es un género tradicional de música de Jamaica. De ella surgieron el ska y el reggae. El mento suele utilizar instrumentos acústicos -como la guitarra y/o el banjo-, diferentes tambores y la marímbula (un tipo de mbira en forma de caja sobre la que el músico puede sentarse cuando la toca).
De acuerdo con los especialistas Samuel Floyd Jr (autor de Black Music in the Circum-Caribbean) y de Daniel Nelly (creador de Long Time Gal! Mento is Back!), el mento suele confundirse con el calipso, un género musical típico de Trinidad y Tobago. Aunque comparten similitudes, son estilos diferentes. La explicación está vinculada con las diferentes historias coloniales de cada una de esas islas: el estilo de Jamaica carece de influencias españolas.
El género musical mento conserva elementos de las tradiciones de los esclavos venidos de África en la época colonial. Sus letras suelen tratar temas de la vida cotidiana de una forma ligera o cómica. En muchas ocasiones se refieren a la pobreza, las malas condiciones de las viviendas u otros temas sociales.
La edad dorada del mento sucedió en la década de 1950, cuando los discos grabados por Stanley Motta, Ivan Chin, Ken Khouri y otros llevaron el mento a una nueva audiencia. En los años 1960 el mento fue eclipsado por el ska y el reggae, esa música nacida en Jamaica y adoptada por el mundo. Sin embargo, el mento se sigue tocando en cada rincón de Jamaica. El abuelo del reggae sigue contando su historia.

Más:
Sobre el mento, en esta pàgina (en inglés).

lunes, mayo 30, 2011

martes, abril 12, 2011

viernes, marzo 18, 2011

El Viejo Colombo

Santa Ana, en Uruguay, apacible espacio compartido. A Agustín Colombo lo conocí en la redacción de Clarín, allá en 2007. Me sorprendió desde el diálogo inaugural: en los primeros pasos de sus 22 años tenía la lucidez y las inquietudes de quien vivió viviendo. Militante de los encantos barriales. Del Almagro de su niñez y de su adolescencia; del Caballito al que se mudó; y de esos barrios del Sur de los que -como yo- parece su habitante sentimental. Es reo, manso, bohemio, de preguntas que invitan a compartir largas charlas, de reflexiones que impulsan y/o alimentan búsquedas. Tiene algo de Bielsa: él va por la gloria, no por los billetes. Está de acuerdo con algo que leí de García Márquez: cree que los diarios salen mejor si antes sus creadores compartieron un almuerzo bien regado y bien dialogado. Tiene una particularidad de la que Arlt fue paradigma: transforma con facilidad las historias cotidianas en textos atractivos. Se parece a todos mis mejores amigos de la vida: es un tipo confiable. Compartimos los almuerzos en Lo de Luisito, salidas por San Telmo, noches de barra y mediodías de bar, historias de corazones rotos, asados de fin de año en el encantador galpón de Horacio -su viejo, ese loco lindo-, visitas a Uruguay en nombre de futuros en Santa Ana... Nos conocemos hace poco, pero parece que hubiéramos recorrido un camino de más de una década. Tal vez esa impresión tenga su matriz en otra: el Viejo Colombo -el Dogo- parece que hubiera vivido más años que lo que su documento señala. Hace poco me enteré que había fallecido su tío. Después, él me mandó un mail con un texto a modo de homenaje a Armando. Le pedí publicarlo en este blog que no es otra cosa que una sucesión de tributos a gente querible y querida. Cuenta a su tío. Pero también retrata la sensibilidad de mi Amigo.

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Por Agustín Colombo Se llamaba Armando Fernández Arroyo, pero casi nadie lo saludaba por su nombre: era tío para nosotros, los más chicos de su familia; Pichu o Pichuqui para los más grandes y cercanos; y maestro para todos sus amigos y compañeros del Teatro Colón. Había excepciones, es cierto: Horacio, Oscar y Hugo, sus entrañables amigos, le decían Armando; y la tía Rosita, el amor de su vida, lo llamaba Pato o Tati. Metódico y detallista, mi tío Armando ofreció su talento durante 43 años al teatro más importante de la Argentina. Brilló sentado en el órgano, donde pasó días enteros entre ensayos y discusiones, entre chistes, sugerencias y rabietas. Convincente en sus palabras, convincente en sus acciones, ganó una pelea desigual contra el plan jubilatorio macrista y concretó lo que deseaba en todo este último tiempo: volver a tocar el órgano en el refaccionado Colón, hoy más triste por su ausencia. Fue mi informante de lujo en todo el proceso de refacciones, y el primero en advertirme que la reinauguración del Teatro se parecía mucho a un engaño: todo muy lindo por fuera, pero por dentro había –y hay- muchas deficiencias. Trabajó en el Colón hasta el último día de la temporada 2010, y estrenó el órgano nuevo con una sonrisa amplia, como esa que muestran los nenes cuando tienen entre sus manos un chiche nuevo. Aquella noche, la de la inauguración de su instrumento amado, nos invitó a todos. Y casi todos fuimos para verlo a él, para escucharlo a él y para aplaudirlo a él. La enfermedad que tenía lo empezaba a molestar, pero prefirió no alarmar a nadie. Su versatilidad no admite discusiones. Se llevaba tan bien con los pibes como con los viejos, algo de lo que se enorgullecía en cada momento. Y disfrutaba comer en restaurantes lujosos como en los bodegones de los márgenes de la ciudad. Ahí estaba mi tío, sonriendo y levantando su copa de vino en Cló Cló o en la parrilla de Luisito, en Pompeya. En Puerto Madero o en la fonda Miramar. Fue el mejor anfitrión que conocí. Bastaba dar un paso en su departamento para que él lanzara la pregunta inevitable: “¿Qué tomás?”. Amable por naturaleza, bondadoso por convicción, mi tío Armando convertía su hogar en el hogar de cada uno de sus amigos y familiares. Caminaba tan feliz en el cemento porteño como en las calles mansas y arboladas de los pueblos del Uruguay. Y para cada uno de esos lugares tenía un plan: en Buenos Aires imaginaba comidas exquisitas, platos imposibles para cualquiera menos para él; en las vacaciones, cuando se escapaba de su rutina anual, transformaba los quinchos y las parrillas en un ámbito de ensueños. Será imposible disfrutar asados tan ricos como los que hacía. No fue periodista, ni le apasionaba demasiado el fútbol y el deporte, pero me ayudaba todo el tiempo a perfeccionar mi redacción. Sus consejos los recuerdo con precisión, porque eran consejos útiles y casi siempre irrefutables. Resultó, tal vez, el lector más riguroso que tuve. Le gustaba mucho este portal web y con frecuencia me mandaba mails o me llamaba para comentarme alguna nota. Ya no será lo mismo escribir aquí ni en ningún lado. Apenas me queda un consuelo, que trataré de llevar a cabo de ahora en más: cada texto, cada idea, será un módico homenaje a él. Al organista querible. Al tío inolvidable.

sábado, febrero 05, 2011

Cuando Perú humilló a Hitler

El seleccionado peruano que asombró a todos en los Juegos Olímpicos de 1936, en Berlín, ante la mirada del Führer.

Eduardo Galeano -escritor uruguayo, mago de las palabras- se asombró al enterarse de aquella historia. Eran días en los que estaba escribiendo su estupendo libro "Espejos, una historia casi universal". No lo dudó: ese episodio debía ser incluido allí, entre esos textos en los que hablan los que no tienen voz, en los que los callados gritan su verdad mentida por la versión oficial.

Lo retrató así en una entrevista concedida en Uruguay, mientras La Celeste conmovía en el Mundial de Sudáfrica y en su casa de Montevideo un cartelito colgado en la puerta decía "cerrado por fútbol": “Hitler estaba frente al palco, en el sitial de privilegio del estadio en el partido entre Perú y Austria. Perú ganó 4-2 a pesar de que el árbitro, para quitarle disgustos al Führer, anuló tres goles peruanos. Los dirigentes de la época, la FIFA y el Comité Olímpico, se reunieron esa misma noche y anularon el partido. La delegación peruana, ejemplo de dignidad, se retiró de la competencia”. Entonces, también recordó que a aquel equipo sin olvido le decían "El Rodillo Negro", por su condición arrolladora y por el color de la piel de varios de sus integrantes.

El recuerdo de aquel partido en la voz y en las palabras del escritor uruguayo generó un entusiasmo enorme en Perú. Y también cierta polémica. Sucede que en el año 2000, una investigación llevada a cabo por el periodista Luis Carlos Arias Schreiber para la revista Don Balón Perú, señala que el partido fue anulado por la invasión de aficionados peruanos al campo de juego, que estos agredieron a jugadores austríacos y que, para colmo, los dirigentes peruanos llegaron tarde a la reunión a la cual fueron citados para ofrecer su descargo. En definitiva, lo mismo que la FIFA y el Comité Olímpico habían señalado en su momento, allá por 1936, cuando Hitler soñaba un imperio ario y esas dos entidades le dieron la posibilidad de organizar los Juegos Olímpicos. También en 2008, con la misma versión, se publicó el libro "Ese gol existe", editado por Aldo Panfichi y con el sello del Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

Aquel capítulo deportivo que habita en la memoria popular del Perú se disputó en el estadio Hertha, de Berlín, el 8 de agosto de 1936. Los sudamericanos se ganaron un lugar en las semifinales al imponerse por 4-2, luego de un arduo recorrido y tras remontar un 0-2 al cabo del primer tiempo. Pero hubo un reclamo austríaco. Decían ellos que habían sido agredidos por hinchas peruanos que habían invadido el terreno de juego. El detalle, más allá de versión oficial de la FIFA, parece curioso dentro de aquel contexto: en los días de Hitler (nacido en Braunau Am Inn, en tiempos del Imperio Austrohúngaro) aquella osadía de los simpatizantes peruanos se parecía demasiado a un imposible.

Sucede algo contradictorio en la versión oficial de la historia: la denuncia austríaca señala que las agresiones se produjeron entre el final del tiempo reglamentario y el inicio del suplementario. Sin embargo, sus futbolistas participaron del alargue sin quejas. Y en ese lapso llegaron los dos goles de la victoria sudamericana. Pregunta inevitable: ¿por qué no hubo protestas en el momento de las presuntas agresiones?

La FIFA les dio lugar a las broncas austríacas. Se concertó una reunión para las 9 de la mañana del día siguiente. Y según el documento oficial, los dirigentes peruanos llegaron recién a las 11, cuando la sesión ya se había levantado. Sin escuchar la versión de los peruanos, se decretó la repetición del encuentro para el lunes 10 de agosto. Para evitar ese atropello, Perú se retiró de la competición, a pedido de su Gobierno militar, a cargo del general Oscar Benavides. Y Austria accedió a las semifinales, a pesar de la humillación que habían sufrido en el campo de juego. Ya en esa instancia, el país de Hitler venció 3-1 a Polonia. En la final por el oro, Italia le ganó 2-1 en tiempo suplementario y se consagró. Benito Mussolini -líder de Italia- y Hitler, de algún modo, se colgaron las dos medallas más valiosas.

Los años treinta fueron de gloria para el fútbol peruano. Paricipó del Primer Mundial, disputado en Uruguay en 1930; ganó una de sus dos Copas América (en 1939, como local en Lima) y los Juegos Bolivarianos de 1938. Pero aquel partido ante Austria resultó un hito, "la historia de una dignidad", al decir de Galeano. Era la época de "El Rodillo Negro", bautizado como tal en 1935 tras una gira de Alianza Lima por Chile. Inicialmente, era el apodo de la delantera conformada por José María Lavalle, Adelfo Magallanes, Lolo Fernández, Alejandro Villanueva y José Cholo Morales. De ellos, Lavalle, Magallanes y Villanueva eran negros. Los dos últimos estuvieron bajo el cielo de Berlín ante Austria, en nombre de otra epopeya. Entonces, en días de la propaganda nazi, nada podía molestar más que el éxito de ellos en unos Juegos Olímpicos organizados para demostrar la pretendida superioridad aria.

Texto de Planeta Redondo publicado esta semana en Clarín.

lunes, enero 10, 2011

Gracias, Reina Batata...



Gracias Reina Batata por aquellas mañanas en la radio de la casa de la calle Melián. Gracias María Elena por acompañar tantas principios de aquellos días de formación. Me gustó escucharte, conocerte, que estuvieras. Te seguiré escuchando y haré que te escuchen. Para tus palabras, ya lo sabés, no habrá olvido...

Más:
El adiós a María Elena Walsh, en Clarín.