martes, mayo 27, 2008

Maestros sin pizarrón


Nacho Uzquiza, amigo y compañero en algunos proyectos especiales de Clarín, me convocó para participar en su muy buen blog: Periodismo de los buenos. Y procuré mantener el espíritu de Tributo: la gratitud para esas personas significativas que se brindaron generosamente en nombre de que sea mejor.

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Un autor desconocido escribió lo que sigue:

Quisiera hoy detenerme
Para hacer un homenaje
A ese ser tan importante
Que modifica la vida
De quien lo encuentra y transita
Con dolor, con alegría
A través de su faena.

Es el principio de un poema titulado "Maestro", una suerte de tributo a todos aquellos que de algún modo recorrieron --incluso sin pretenderlo-- tal camino.

Fui al colegio San Román, en Belgrano, desde Jardín de Infantes hasta quinto año. Tuve docentes a los que quise, a los que valoré y a los que aún recuerdo. Muchos de ellos fueron entrañables formadores en el marco de las aulas.

Después empecé la carrera de Derecho en la UBA, me recibí de Periodista Deportivo, estudié Publicidad en la UADE y ahora estoy cursando Sociología en la UNQ. En todos y en cada uno de esos lugares me encontré con profesores capaces y de los otros; con algunos cuyas clases eran una invitación al asombro; con otros que se permitían romper la asimetría de la relación con el alumno en nombre de una mejor llegada... Disfruté a muchos y padecí a unos pocos.

Pero en ese recorrido que ya lleva tres décadas conocí otros maestros, a partir del ingreso al día a día de la profesión. Me crucé con tipos que no necesitaron pizarrón para enseñar. De ellos aprendí lo mejor: un puñado de leyes no escritas; algunos secretos respecto de cómo advertir ventajeros; la certeza de que siempre lo primero es la idea; la capacidad para soportar derrotas; la confianza en que después de un vendaval siempre asoma una oportunidad; el valor de la reunión con amigos como medio para crecer, para conocer; la militancia por cierta bohemia en retirada...

El Flaco Aisenberg fue el primer crack. Un gesto ampuloso y su divina verborragia transformaban un error en una lección. Todo con un sentido del humor eficaz e invariablemente con el término justo. Cuentan quienes comparten cada día con él que aquellas escenas no perdieron actualidad.

Casi en simultáneo, conocí a Pedrito, el papá de Nacho Uzquiza. Créanme: cada regreso compartido en auto hasta Callao y Arenales, donde me despedía, era una clase de la vida. Y una resurrección de un Buenos Aires con otros códigos, con personajes menos acartonados y menos individualistas.

El Negro Cardozo, amigo de Pedro, resultó siempre un remanso en ese vértigo habitual de los editores. Cada café con él era (y es) un mundo que se revela: aquel Rosario de vivillos queribles, aquel fútbol sin nomenclaturas catastrales (nada de 3-3-1-3 o 4-3-1-2 o 3-5-1-1 como solemos referir ahora), aquella vida en la que había lugar para lo lúdico y para los ritos del barrio.

Más tarde, ya en 2001, llegó Oscar Barnade, aquel Angel del Puerto que leía en la Sólo Fútbol. Redescubrí, gracias a él y con él, un montón de historias encantadoras. Encontré todos los elementos para demostrar que el fútbol no empezó con el Profesionalismo en 1931, ni con la Libertadores en 1960, ni mucho menos con TyC en los 90. Pero sobre todo, Oscar significó un espejo para celebrar un aspecto imprescindible de cualquier tarea: la pasión.

Más cerca en el tiempo, y también por los vaivenes de la profesión, apareció delante mío el inmenso Beto Angeletti: un catedrático de la sencillez. Escucharlo es estar en etapa de formación permanente. Un hombre capaz de contar en cinco minutos y sin vueltas lo que a algunos les viene costando varias temporadas de palabras huecas y aburridas.

Ellos, sin querer, me invitaron a mejorar, a conocer, a hurgar, a mirar, a pensar, a ofrecer. Ellos, también sin querer, resultaron y resultan mis maestros sin pizarrón. Por eso, ahora, Flaco, Pedrito, Negro, Oscar, Beto: brindo mis disculpas por no ser lo bueno que ustedes merecen. Por no entregar razones para su orgullo. Sepan perdonar.

domingo, mayo 18, 2008

Un espacio de pertenencia

Ser hincha de Huracán es como señalo en el Blog Quemero: "No se trata de la seducción de algún éxito pasajero; tampoco de una imposición de la implacable parafernalia mediática. Ser quemero es una cuestión de pertenencia. Una preciosa herencia inmodificable." Por eso hoy, ante la inminencia del clásico contra San Lorenzo, escribí lo que sigue. También pensando en mi viejo, Eladio, que si estuviera, se habría ubicado bajo el cielo de este domingo en la bandeja del medio, sobre la calle Gavilán, en el Diego Maradona.


Hoy.
Hoy estaremos todos.
Hoy creo que todo es posible.
Hoy vas a estar vos y mi viejo, que ya no está.
Hoy quiero arrancarme el corazón y tirarlo a la cancha, a modo de tributo.
Hoy vamos a ser un montón, seguro.
Hoy estaremos los que sabemos de dolor futbolero, los que sufrimos jugar en Quequén y en Villa Krause.
Hoy gritaremos sin pausa aquellos que lloramos en la cancha de Vélez, contra Italiano.
Hoy dejaremos la garganta por una reivindicación deportiva, por un triunfo memorable.
Hoy llevaremos los talismanes de los días felices y recientes: los que facilitaron el gol del Turco, en la cancha de Los Andes; los que se abrazaron a la noche y con Di Carlo, en el Ducó, contra Quilmes; los que fueron a Mendoza, para ganarle a Godoy Cruz...
Hoy creeremos que el espíritu de anteriores victorias también estará: el inmenso uruguayo Pedro Barrios, el Guapo Flores, Iván Gabrich, la Bruja Berti, Emanuel Villa..
Sí, sí, hoy tenemos que estar todos. Hoy, como cuando los dejamos sin bicampeonato y en silencio, en el Nuevo Gasómetro, en el tan cercano noviembre.
Hoy, hoy más que nunca, tengo la fe de los que ya no están, pero aparecen como duendes indelebles. Los de la década del 20; los de Masantonio y de Baldonedo; de Mellone y de Ricagni; del Inglés y de Miguelito; del Loco Houseman... Y de todos los que vinieron después...
Hoy, justo hoy, quiero aferrarme a la posibilidad de una fiesta, de un domingo para la historia.
Hoy, dejame que sea hoy, quiero que San Lorenzo se quede de rodillas...

viernes, mayo 02, 2008

Melián, Platense, el Polaco y La Sirena


Saavedra, en su difuso límite con Coghlan, fue la escenografía de toda mi adolescencia. Nos mudamos a la casa de Melián, a la vuelta del emblemático restorán La Sirena, cuando tenía 13 ó 14 años. Para volver del San Román me tomaba el 130, cuando todavía lucía su condición de tricolor: azul, rojo y blanco. También pasaban (y siguen pasando) el 76, que me llevaba a La City y a Federico Lacroze, y el 67, que me trasladaba primero a la Cultural Inglesa de Belgrano y luego al diario, allá lejos en Constitución.
Allí, en ese Saavedra tan porteño y tan propio, desarrollé ritos barriales que ya son imposibles: ir a comprar El Gráfico y/o la Sólo Fútbol, el lunes a la noche, recién llegados al kiosko de la Avenida; o pasar por la casa de videojuegos en los que todavía estaba el ochentoso Ms. Pac Man; o buscar la pizza en la esquina de Crisólogo Larralde y Del Tejar, cuando el delivery no era todavía una comodidad; o pasear a Dandy o a Otto por el Parque Saavedra; o escuchar mitos y leyendas del Polaco Goyeneche, asiduo concurrente a La Sirena; o simpatizar por cercanía con algunas circunstancias históricas de Platense; o... (continuará)

Lo que sigue lo publiqué en Clarín, en abril de 2002. Y tiene que ver con esa herencia de los días de ese difuso límite entre Saavedra y Coghlan:

Platense es paradigma del club barrial, una suerte de fervor de Buenos Aires criado en Saavedra y luego volcado a su frontera más cercana, Vicente López. Es el club del Polaco Goyeneche, el del sabor a tango, el que se fundó con espíritu burrero, el 25 de mayo de 1905: ese caballo ganador de nombre Gay Simon permitió sumar los primeros billetes para construir un equipo de fútbol; el jockey fue el inspirador de los colores de la camiseta, marrón y blanco; y el stud le aportó su nombre, Platense. Ese club entrañable que tuvo su estadio primero en Manuela Pedraza y Blandengues y luego en Crámer y Manuela Pedraza, ahora sufre más de lo que goza al borde de la General Paz.
Platense es ese club que debutó en Primera en 1913, en tiempos del amateurismo, que fue subcampeón en 1916, que coqueteó con su gloria más grande en el Metropolitano del 67 cuando el Estudiantes de Osvaldo Zubeldía lo eliminó en semifinales tras un partido épico, que terminó 4-3. Platense es el mismo que cobijó figuras como Eduardo Oviedo, Julio Cozzi, Antonio Báez, Miguel Juárez, Raúl Grimoldi, Carlos Bulla, Sebastián Gualco, Santiago Vernazza, Carlos Alfaro Moreno, Eduardo Coudet. Platense es el mismo que se pasó buena parte de su vida riéndose en la cara al descenso: como en el 77, el 78, el 79, como en casi cada año de la década del 80, como en ese 1986 del Pampa Gambier y la definición con infartos contra Temperley, en desempate. Platense es el equipo que alimentó su fama, casi con carácter de leyenda, de Fantasma del descenso rompiendo cualquier pronóstico de adiós. Platense es también ese equipo que hoy padece su descenso, el segundo en tres temporadas, el primero a una tercera categoría. Por eso el sábado —20 de abril de 2002— quedará como el más triste de su historia, el día que hirieron de muerte a ese fantasma peligroso para los rivales y querible para todos.