martes, octubre 30, 2007

Diego ya tiene 47


Después del 2-2 de Alemania, en la final de México 1986, me dieron ganas de llorar. Y lloré. Sentí que nos robaban un título que debía ser de Argentina. Pero cuando ya no miraba la televisión y estaba en el patio junto a mi mamá y a mi tía, Diego puso un pase para la historia, Burruchaga corrió para que todo volviera a su lugar. Gritaron mis hermanos. Gol. Lo demás se sabe: la emblemática foto de Maradona levantando la Copa del Mundo.
Antes, pero sobre todo después de aquel episodio, Diego formó parte de mi niñez y de mi adolescencia. Me levanté temprano para ver al Napoli del que me hice hincha, del que me compré la camiseta. Me conmoví con su tobillo hecho una sandía, en el Mundial de Italia. Me sumé a su puteada contestaria en pleno Himno. Me enojé con todos cuando se lo llevaron preso...
Un día, ya como periodista de Clarín, en 1999, tuve la oportunidad de saludarlo cuando le entregaron el premio al Deportista del Siglo. Me saqué una foto. Me quedé con las ganas de confesarle aquello.
Luego, en 2001, me convocaron junto a Enrique Gastañaga como redactor del libro de la Historia de la Selección, publicado por Clarín. Entonces sí, finalmente, pude rendirle tributo a ese tipo al que nunca pude ver con otros ojos que los de la gratitud, más allá de cualquier costado con el que no coincida. Sucede que él fue el que me quitó aquellas lágrimas, el que me invitó a despertarme en tiempos del Nápoli, el que fue mi puño apretado en Italia 90...


Hoy Diego cumple 47. Ya tiene 47. Es señal de que el tiempo de todos pasa. Porque él también es espejo de nuestros momentos, de mis momentos. Por eso, ahora, me dieron ganas de desearle lo mejor. Por eso, mi modestísimo homenaje es reproducir aquellas líneas de 2001.

Al referirse a Diego, en el territorio evocativo, se parte de una certeza: cualquier cosa que se diga, que se hable o que se escriba será exigua para abarcarlo en su totalidad. Ocurre que Maradona construyó a su alrededor un mundo en el que caben casi todos los matices y las características más diversas: la genialidad, la magia, las contradicciones, la verborragia, los excesos, la sensibilidad, las extravagancias, la generosidad... Ocurre también que El Diez, ese número que resulta él mismo, fue y es capaz de crear un nuevo lenguaje: Maradona no es sólo un apellido; es también un sustantivo que sirve de sinónimo para la excelencia volcada a un campo de juego, un adjetivo que califica situaciones mágicas y/o geniales, un verbo ("maradonear") que sintetiza acciones de destreza pura, que rozan lo artístico...
El pibe que se crió entre carencias, en la casa módica de la calle Azamor, en Villa Fiorito, es también una referencia inevitable, para siempre, de Argentina. El significa, en muchos lugares del mundo, simplemente Argentina. Casi lo mismo ante los ojos ajenos. Decir "Maradona" puede abrir posibilidades, puede evitar inconvenientes. Pero por sobre todo, genera admiración.
Ese jugador fantástico, irrepetible, que fue Cebollita, crack precoz en Argentinos, ídolo máximo en Boca, repartidor de bellezas en Barcelona, heredero de San Genaro en esa borrascosa Nápoles que lo amará siempre, orgullo también de Sevilla y de Newell's, es ante todo el principal símbolo de la historia del fútbol argentino y del seleccionado nacional. Porque fue campeón mundial, porque edificó esas jugadas que nunca perderán actualidad (La Mano de Dios y El Segundo Gol a los ingleses), porque lloró las derrotas como jugador, como líder y como hincha, porque le mostró al mundo su puño feroz para reclamar clemencia donde no hay, para representar a los rezagados...
Por eso, discusiones técnicas y estadísticas al margen, esas que se pueden aceptar pero casi nunca compartir tras haberlo visto jugar, Maradona es el mejor jugador de todos los tiempos. Y no por los números, que también brillan, sino por esas ofrendas de fábula que entregó sin manchar a la pelota.