martes, noviembre 04, 2014

martes, octubre 07, 2014

martes, septiembre 02, 2014

viernes, agosto 01, 2014

Espantos de agosto


Por Gabriel García Márquez
Llegamos a Arezzo un poco antes del mediodía, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.

– Menos mal – dijo ella – porque en esa casa espantan.

Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos de1 medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.

– El más grande – sentenció – fue Ludovico.

Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.

Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.

Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.

Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el más apacible de los inocentes. Qué tontería – me dije –, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos. Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

sábado, junio 14, 2014

El ejército de la pelota


"Golaaaaaaazoooooooo", grita el relator como si no le importara quedar disfónico al día siguiente, por una semana o por toda la vida. Celebra como si la felicidad dependiera de ese partido. El estadio Nacional de San José resulta el paraíso por un rato. De repente, los desconocidos parecen amigos de toda la vida. Y se abrazan. Joel Campbell acaba de marcar el tercer gol de Costa Rica frente a Estados Unidos, por las Eliminatorias para Brasil 2014. El delantero es moreno, nació en esa misma ciudad que ahora lo ovaciona, lleva el número 12 en la espalda y todos lo conocen por un apodo, La Joya. A los 21 años, juega para el Olympiakos de Grecia, cedido por el Arsenal inglés. Es la cara de una victoria clave para Los Ticos. Queda enterrado por sus compañeros en el grito compartido por todos. Al levantarse, sonríe. Sabe que cumplirá un sueño en breve: ser uno de los pocos futbolistas en haber disputado Mundiales de las tres categorías (ya jugó en Sub 17 y Sub 20). La escena sucedió en este setiembre, cuatro días antes del empate 1-1 frente a Jamaica, en Kingston, que garantizó el acceso de Costa Rica a su cuarta Copa del Mundo.

Hay otro personaje emblemático en el festejo. Y no es costarricense. Se llama Jorge Luis Pinto, nació en San Gil -Colombia- y, según dicen los especialistas, es uno de los entrenadores que más sabe sobre el fútbol de Centroamérica y el Caribe. Fue campeón en las cuatro Ligas en las que dirigió: Colombia, Perú, Costa Rica y Venezuela. Tiene un apodo que lo retrata: le dicen Explosivo. Y un aspecto que lo podría llevar al cine: si se dejara siempre el bigote, aprobaría cualquier casting para un western mexicano. Con él, La Sele se clasificó incluso antes de que las Eliminatorias de la Concacaf finalizaran. A su equipo le quedan dos partidos y Pinto ya anda buscando lugares para la concentración en la tierra de los pentacampeones. El, como casi nadie, entiende el significado que para los constarricenses tiene el seleccionado nacional. Lo aprendió en su primera experiencia, entre 2004 y 2005. Lo demuestra ahora, con su festejo entre abrazos.

El fútbol en Costa Rica resulta una cuestión central, un espacio de pertenencia que excede el campo de juego. Ahora, vía mail, el sociólogo Sergio Villena Fiengo -especialista en el tema- cuenta los detalles del significado de La Sele: "Costa Rica es un país que abolió el ejército en 1948 y que no tuvo guerra de la independencia como tal (aunque en 1856 tuvo que repeler a un filibustero norteamericano, William Walker, lo que convirtió a esta 'gesta' en un suerte de guerra de independencia). Por otro lado, Costa Rica definió como núcleo de la identidad nacional la idea de ser una sociedad pacífica y democrática. En ese marco, el futbol de selecciones masculinas mayores es un espacio ritual en el que de alguna manera se produce un 'retorno de lo bélico reprimido'. El discurso en torno a la selección está cargado de retórica belicista y épica, con elementos que resaltan la masculinidad/virilidad, así como la idea de 'conquista'. Este discurso, usual entre los medios de comunicación, también se constata en el discurso publicitario y en las manifestaciones de algunos aficionados, sin dejar de lado el propio equipo. Es significativo que en eliminatorias pasadas, se publicaran anuncios o se exhibieran mantas con la leyenda '¿Quién dijo que Costa Rica no tiene ejército?'. En resumen, la Sele parece ser imaginada, al menos por algunos, como un 'ejército sustituto'". El deporte rey en este territorio de América Central resulta frecuentemente un espejo de otras cosas.

En este país de poco menos de cinco millones de habitantes, una frase adjudicada a Albert Camus se transforma en verdad cada vez que La Sele juega: "Patria es la selección nacional de fútbol". El equipo representativo se fue transformando en un símbolo de defensa nacional, tal como lo sugiere también el escritor Juan Villoro en su libro Dios es redondo. Lo que sucedió tras la notable actuación en el Mundial de Italia, en 1990, es un testimonio al respecto. El entonces presidente Rafael Angel Calderón ofreció las siguientes palabras: "Hemos esperado más de 30 años para esto y nos han dado lo más maravilloso que ha ocurrido en la historia costarricense (...), lo más grande que nos ha dado Dios". No es realismo mágico; es el fútbol de Costa Rica en estado puro.

Sucedió aquella vez, de regreso de Italia, pero podría suceder en estos días o en cualquier momento. La escena es un encanto y una locura: el avión que trasladaba al seleccionado de los asombros, ese que en su estreno en una Copa del Mundo había accedido a los octavos de final, voló durante un puñado de horas a velocidad mínima por los 51.100 kilómetros cuadrados de territorio costarricense para recibir el cariño de cada uno de los ciudadanos a los que el orgullo no le cabía en el cuerpo, en el alma ni en ningún lado. En el mismo contexto, antes ya se había armado desde el Gobierno una Comisión de Recibimiento y se había decretado asueto. Se crearon carrozas para trasladar a los futbolistas al Estadio Nacional; fueron saludados por el Presidente, la Primera Dama y todos los ministros; las empresas privadas regalaban banderas con los colores patrios. La gente lloraba emociones en las calles. De aquellos días de hace dos décadas todavía se habla ahora que el equipo de ellos, de todos, imagina otro Mundial...

Este seleccionado que ahora es motivo de orgullo fue, durante cinco décadas, la historia de un crecimiento. En los 50, a La Sele se la conocía como Los Chaparritos de Oro. En los treinta años posteriores quedó presa de vaivenes. Un golpe y un espasmo glorioso y otro golpe. Apenas un par de aproximaciones la pusieron en la escena internacional: en los Juegos Olímpicos de Los Angeles 1984 -con la histórica victoria ante Italia, 1-0 con gol de Enrique Rivers- y la participación en el Mundial Sub 16 de China, en 1985. Eran días de búsquedas y de construcciones. Lo que sucedió pronto fue una consecuencia enorme y atractiva: un lustro después, Luis Gabelo Conejo atajaba como si fuera Superman y Juan Cayasso construía jugadas a la velocidad supersónica del Hombre Araña. Parecía magia, pero era realidad: así lo demostraron las posteriores presencias en Japón-Corea 2002 y en Alemania 2006. Más: en el Mundial Sub 20 de 2009, Costa Rica se posó a gusto en las semifinales (terminó cuarto detrás de tres escuelas de distintos continentes, Ghana, Brasil y Hungría).

Pero más allá del progreso visible, el fútbol representa muchas más cosas en Costa Rica. Es un modo de mostrarse en la región y en el mundo; un lugar en el que Los Ticos se pintan la cara para contarles a todos que esos colores son los de su bandera que nada sabe de guerras. El fútbol se interpreta como una manera de establecer contacto. La anécdota que sigue sucedió hace poco más de una década: en ocasión del Mundial Sub 17 de 2001, en Trinidad y Tobago. Los pibes de Costa Rica venían de derrotar 3-0 a Paraguay, en Malabar. El micro con el plantel iba rumbo a Puerto España, la capital. En el recorrido, varados, estaban dos periodistas argentinos procurando transporte. No habían aparecido gestos de generosidad hasta que los Ticos decidieron parar allí, en plena oscuridad, para auxiliar a los desconocidos. Preguntaron, invitaron, hablaron de Maradona, de Batistuta, también de los días inolvidables de 1990. Entre los costarricenses estaba el mismo Conejo que France Football había señalado como el mejor de la Copa del Mundo de Italia. "Ellos vienen con nosotros", dijeron los muchachos del seleccionado en el restorán del hotel para que los argentinos no se quedaran sin comida. El diálogo continuó más allá de la cena. Aquella sobremesa era otra demostración: Costa Rica -país de abrazos- latía de fútbol. Como ahora.

Texto publicado en Planeta Redondo, de Clarín.com

martes, mayo 06, 2014

Lo leemos, Don Augusto


Augusto Roa Bastos (nacido en Asunción el 13 de junio de 1917; fallecido en la misma ciudad el 26 de abril de 2005) es el más importante escritor paraguayo. Se lo reconoció internacionalmente con el Premio Cervantes. Sus obras han sido traducidas a, al menos, 25 idiomas. Escribía maravillas como la poesía que sigue, memorias de sus días en Buenos Aires:

Madres del pueblo

No cayeron tumbadas por las balas,
se inclinaron tan sólo hasta la tierra.

Madres adolescentes, centenarias abuelas,
toscas mujeres, madres suaves,
piedra humana doliente,
leve corteza
germinal.

Madres de estibadores,
rugosas campesinas,
chamuscadas obreras,
demacrada legión con el rayo en los hombros
y la noche en las trenzas;
madres de embarcadizos
con ojos desgastados por los puertos
distantes,
chiperas estrujadas como el maíz,
lavanderas como agua de arroyo,
tejedoras que tejen con el hilo nocturno
de su entraña,
burreras matinales,
pastorales mujeres,
esposas, hijas, novias populares,
y también hijas sin padres,
madres sin hijos…

En todas, pero en todas,
la patria amanecía con profundas ojeras.

Su vientre,
pan de tierra, su vientre taladrado
por el dolor y el hambre;
su vientre, abeja valerosa,
hizo el panal, la vida, su miel
amarga y áspera,
a la luz de una vela de sebo,
en pobre catre,
mirando un techo de hojas,
la noche, el cielo triste
del amor y la muerte.

No caísteis tumbadas por las balas,
acercasteis tan sólo hasta la tierra
vuestros ojos intensos
para alumbrar la noche de los mártires,
su corazón dormido vuestros brazos
en su cuna natal.

jueves, abril 17, 2014

El Caribe de Gabo

Las noticias cuentan una verdad que miente: Gabriel García Márquez falleció hoy, en Jueves Santo, como un guiño a su realismo mágico, a Ursula Iguarán. Pero no se fue. Sigue latiendo. Está aquí, ahí, allá, ahora. Sigue diciendo. No es un dolor su adiós. Es un legado, una reconstrucción, más miradas, un principio. A modo de modestísimo tributo, lo que sigue: un texto que este mínimo y querible Blog publicó en tiempos de una preciosa visita al Caribe. Sí, al Caribe de Gabo.


Por Gabriel García Márquez*
Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, la fantasía es "una facultad que tiene el ánimo de reproducir por medio de imágenes". Es difícil concebir una definición más pobre y confusa que esa primera acepción. En su segunda acepción dice que es una "ficción, cuento o novela, o pensamiento elevado o ingenioso", lo cual no hace sino infundir mayor desconcierto en el ya creado por la definición inicial.

De la palabra imaginación, el mismo diccionario dice que es "aprensión falsa de una cosa que no hay en la realidad o no tiene fundamento". Por su parte, don Joan Corominas, ese gran detective de las palabras castellanas -cuya lengua materna no era por cierto el castellano sino el catalán- estableció que la fantasía e imaginación tienen el mismo origen, y que en última instancia puede decirse sin mucho esfuerzo que son la misma cosa.

Uno de mis mayores defectos intelectuales es que nunca he logrado entender lo que quieren decir los diccionarios y menos que cualquier otro el terrible esperpento represivo de la Academia de la Lengua. Por una vez que he tenido curiosidad de volver a él, para establecer las diferencias entre fantasía e imaginación, me encuentro con la desgracia de que sus definiciones no sólo son muy poco comprensibles, sino que además están al revés. Quiero decir que, según yo entiendo, la fantasía es la que no tiene nada que ver con la realidad del mundo en que vivimos: es una pura invención fantástica, un infundio, y por cierto, de un gusto poco recomendable en las bellas artes, como muy bien lo entendió el que puso el nombre al chaleco de fantasía. Por muy fantástica que sea la concepción de que un hombre amanezca convertido en un gigantesco insecto, a nadie se le ocurriría decir que la fantasía sea la virtud creativa de Franz Kafka, y en cambio no cabe duda de que fue el recurso primordial de Walt Disney. Por el contrario, y al revés de lo que dice el diccionario, pienso que la imaginación es una facultad especial que tienen los artistas para crear una realidad nueva a partir de la realidad en que viven. Que, por lo demás, es la única creación artística que me parece válida. Hablemos, pues, de la imaginación en la creación artística en América Latina, y dejemos la fantasía para uso exclusivo de los malos gobiernos.

I. Es difícil el problema de que nos crean

En América Latina y el Caribe, los artistas han tenido que inventar muy poco, y tal vez su problema ha sido el contrario: hacer creíble su realidad. Siempre fue así desde nuestros orígenes históricos, hasta el punto de que no hay en nuestra literatura escritores menos creíbles y al mismo tiempo más apegados a la realidad que nuestros cronistas de Indias. También ellos -para decirlo con un lugar común irremplazable- se encontraron con que la realidad iba más lejos que la imaginación. El diario de Cristóbal Colón es la pieza más antigua de esa literatura. Empezando porque no se sabe a ciencia cierta si el texto existió en la realidad, puesto que la versión que conocemos fue transcrita por el padre Las Casas de unos originales que dijo haber conocido. En todo caso, esa versión es apenas un reflejo infiel de los asombrosos recursos de imaginación a que tuvo que apelar Cristóbal Colón para que los reyes católicos le creyeran la grandeza de sus descubrimientos. Colón dice que las gentes que salieron a recibirlo el 12 de octubre de 1492 "estaban como sus madres los parieron". Otros cronistas coinciden con él en que los caribes, como era natural en un trópico todavía a salvo de la moral cristiana, andaban desnudos. Sin embargo, los ejemplares escogidos que llevó Colón al palacio real de Barcelona estaban ataviados con hojas de palmeras pintadas y plumas y collares de dientes y garras de animales raros. La explicación parece simple: el primer viaje de Colón, al revés de sus sueños, fue un desastre económico. Apenas si encontró el oro prometido, perdió la mayor parte de sus naves, y no pudo llevar de regreso ninguna prueba tangible del valor enorme de sus descubrimientos, ni nada que justificara los gastos de su aventura y la conveniencia de continuarla. Vestir a sus cautivos como lo hizo fue un truco convincente de publicidad. El simple testimonio oral no hubiera bastado, un siglo después de que Marco Polo había regresado de China con realidades tan novedosas e inequívocas como los espaguetis y los gusanos de seda, y como lo habían sido la pólvora y la brújula. Toda nuestra historia, desde el descubrimiento, se ha distinguido por la dificultad de hacerla creer. Uno de mis libros favoritos de siempre ha sido El primer viaje en torno del globo del italiano Antonio Pigafetta, que acompañó a Magallanes en su expedición alrededor del mundo. Pigafetta dice que vio en el Brasil unos pájaros que no tenían colas, otros que no hacían nidos porque no tenían patas, pero cuyas hembras ponían y empollaban sus huevos en la espalda del macho y en medio del mar, y otros que sólo se alimentaban de los excrementos de sus semejantes. Dice que vio cerdos con el ombligo en la espalda y unos pájaros grandes cuyos picos parecían una cuchara, pero carecían de lengua. También habló de un animal que tenía cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y cola y relincho de caballo. Fue Pigafetta quien contó la historia de cómo encontraron al primer gigante de la Patagonia, y de cómo éste se desmayó cuando vio su propia cara reflejada en un espejo que le pusieron enfrente.

II. Las aventuras de los que creyeron

La leyenda del Dorado es sin duda la más bella, la más extraña y decisiva de nuestra historia. Buscando ese territorio fantástico, Gonzalo Jiménez de Quesada conquistó casi la mitad del territorio de lo que hoy es Colombia, y Francisco de Orellana descubrió el río Amazonas. Pero lo más fantástico es que lo descubrió al derecho -es decir, navegando de las cabeceras hasta la desembocadura-, que es el sentido contrario en que se descubren los ríos. El Dorado, como el tesoro de Cuauhtémoc, siguió siendo un enigma para siempre. Como lo siguieron siendo las once mil llamas cargadas cada una con cien libras de oro, que fueron despachadas desde el Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa, y que nunca llegaron a su destino. La realidad fue otra vez más lejos hace menos de un siglo, cuando una misión alemana encargada de elaborar el proyecto de construcción de un ferrocarril trans-oceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable, pero con una condición: que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal muy difícil de conseguir en la región, sino que se hicieran de oro. Tanta credulidad de los conquistadores sólo era comprensible después de la fiebre metafísica de la Edad Media, y del delirio literario de las novelas de caballería. Sólo así se explica la desmesurada aventura de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que necesitó ocho años para llegar desde España a México a través de todo lo que hoy es el sur de los Estados Unidos, en una expedición cuyos miembros se comieron unos a otros, hasta que sólo quedaron cinco de los 600 originales. El incentivo de Cabeza de Vaca, al parecer, no era la búsqueda del Dorado, sino algo más noble y poético: la fuente de la eterna juventud.

Acostumbrado a unas novelas donde había ungüentos para pegarles las cabezas cortadas a los caballos, Gonzalo Pizarro no podía dudar cuando le contaron en Quito, en el siglo XVI, que muy cerca de allí había un reino con tres mil artesanos dedicados a fabricar muebles de oro, y en cuyo palacio real había una escalera de oro macizo, y estaba custodiado por leones con cadenas de oro. ¡Leones en los Andes! A Balboa le contaron un cuento semejante en Santa María del Darién, y descubrió el Océano Pacífico. Gonzalo Pizarro no descubrió nada especial, pero el tamaño de su credulidad puede medirse por la expedición que armó para buscar el reino inverosímil: 300 españoles, 4000 indios, 150 caballos y más de mil perros amaestrados en la caza de seres humanos.


III. Una realidad que no cabe en el idioma

Un problema muy serio que nuestra realidad desmesurada plantea a la literatura, es el de la insuficiencia de palabras. Cuando nosotros hablamos de un río, lo más lejos que puede llegar un lector europeo es a imaginarse algo tan grande como el Danubio, que tiene 2,790 km. Es difícil que se imagine si no se le describe, la realidad del Amazonas, que tiene 5,500 km. de longitud. Frente a Belén del Pará no se alcanza a ver la otra orilla, y es más ancho que el mar Báltico. Cuando nosotros escribimos la palabra tempestad, los europeos piensan en relámpagos y truenos, pero no es fácil que estén concibiendo el mismo fenómeno que nosotros queremos representar. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la palabra lluvia. En la cordillera de los Andes, según la descripción que hizo para los franceses otro francés llamado Javier Marimier, hay tempestades que pueden durar hasta cinco meses. "Quienes no hayan visto esas tormentas -dice- no podrán formarse una idea de la violencia con que se desarrollan. Durante horas enteras los relámpagos se suceden rápidamente a manera de cascadas de sangre y la atmósfera tiembla bajo la sacudida continua de los truenos, cuyos estampidos repercuten en la inmensidad de la montaña". La descripción está muy lejos de ser una obra maestra, pero bastaría para estremecer de horror al europeo menos crédulo.

De modo que sería necesario crear todo un sistema de palabras nuevas para el tamaño de nuestra realidad. Los ejemplos de esa necesidad son interminables. F.W. Up de Graff, un explorador holandés que recorrió el alto Amazonas a principios de siglo, dice que encontró un arroyo de agua hirviendo donde se hacían huevos duros en cinco minutos, y que había pasado por una región donde no se podía hablar en voz alta porque se desataban aguaceros torrenciales. En algún lugar de la costa de Colombia yo vi a un hombre rezar una oración secreta frente a una vaca que tenía gusanos en la oreja, y vi caer los gusanos muertos mientras transcurría la oración. Aquel hombre aseguraba que podía hacer la misma cura a distancia, siempre que le hicieran la descripción del animal y le indicaran el lugar en que se encontraba. El 8 de mayo de 1902, el volcán Mont Pelé, en la isla Martinica, destruyó en pocos minutos el puerto Saint Pierre y mató y sepultó en lava a la totalidad de sus 30.000 habitantes. Salvo uno: Ludger Sylvaris, el único preso de la población, que fue protegido por la estructura invulnerable de la celda individual que le habían construido para que no pudiera escapar.

Sólo en México habría que escribir muchos volúmenes para expresar su realidad increíble. Después de casi 20 años de estar aquí, yo podría pasar todavía horas enteras, como lo he hecho tantas veces, contemplando una vasija de frijoles saltarines. Racionalistas benévolos me han explicado que su movilidad se debe a una larva viva que tienen dentro, pero la explicación me parece pobre: lo maravilloso no es que los frijoles se muevan porque tengan larva dentro, sino que tengan una larva dentro para que puedan moverse. Otra de las extrañas experiencias de mi vida fue mi primer encuentro con el ajolote (axólotl). Julio Cortázar cuenta, en uno de sus relatos, que conoció el ajolote en el Jardín des Plantes de París, un día en que quiso ver los leones. Al pasar frente a los acuarios -cuenta Cortázar- "soslayé los peces vulgares hasta dar de pronto con el axólotl". Y concluye: "Me quedé mirándoles por una hora, y salí, incapaz de otra cosa". A mí me sucedió lo mismo, en Pátzcuaro, sólo que no lo contemplé por una hora sino por una tarde entera, y volví varias veces. Pero había allí algo que me impresionó más que el animal mismo, y era el letrero clavado en la puerta de la casa: "Se vende jarabe de Ajolote".

IV. El Caribe: centro de gravedad de lo increíble

Esa realidad increíble alcanza su densidad máxima en el Caribe, que, en rigor, se extiende (por el norte) hasta el sur de los Estados Unidos, y por el sur hasta el Brasil. No se piense que es un delirio expansionista. No: es que el Caribe no es sólo un área geográfica, como por supuesto lo creen los geógrafos, sino un área cultural muy homogénea.

En el Caribe, a los elementos originales de las creencias primarias y concepciones mágicas anteriores al descubrimiento se sumó la profusa variedad de culturas que confluyeron en los años siguientes en un sincretismo mágico cuyo interés artístico y cuya propia fecundidad artística son inagotables. La contribución africana fue forzosa e indignante, pero afortunada. En esa encrucijada del mundo, se forjó un sentido de libertad sin término, una realidad sin Dios ni ley, donde cada quien sintió que le era posible hacer lo que quería sin límites de ninguna clase: y los bandoleros amanecían convertidos en reyes, los prófugos en almirantes, las prostitutas en gobernadoras. Y también lo contrario.

Yo nací y crecí en el Caribe. Lo conozco país por país, isla por isla, y tal vez de allí provenga mi frustración de que nunca se me ha ocurrido nada ni he podido hacer nada que sea más asombroso que la realidad. Lo más lejos que he podido llegar es a trasponerla con recursos poéticos, pero no hay una sola línea en ninguno de mis libros que no tenga su origen en un hecho real. Una de esas trasposiciones es el estigma de la cola de cerdo que tanto inquietaba a la estirpe de los Buendía en Cien años de soledad. Yo hubiera podido recurrir a otra imagen cualquiera, pero pensé que el temor al nacimiento de un hijo con cola de cerdo era la que menos probabilidades tenía de coincidir con la realidad. Sin embargo, tan pronto como la novela empezó a ser conocida, surgieron en distintos lugares de las Américas las confesiones de hombres y mujeres que tenían algo semejante a una cola de cerdo. En Barranquilla, un joven se mostró en los periódicos: había nacido y crecido con aquella cola, pero nunca lo había revelado, hasta que leyó Cien años de soledad. Su explicación era más asombrosa que su cola: "Nunca quise decir que la tenía porque me daba vergüenza", dijo. "Pero ahora, leyendo la novela y oyendo a la gente que la ha leído, me he dado cuenta de que es una cosa natural." Poco después, un lector me mandó el recorte de la foto de una niña de Seúl, capital de Corea del Sur, que nació con una cola de cerdo. Al contrario de lo que yo pensaba cuando escribí la novela, a la niña de Seúl le cortaron la cola y sobrevivió. Acompaño esa foto a esta ponencia, como homenaje a los racionalistas incrédulos que forman parte de la concurrencia.

Sin embargo, mi experiencia de escritor más difícil fue la preparación de El otoño del patriarca. Durante casi 10 años leí todo lo que me fue posible sobre los dictadores de América Latina, y en especial del Caribe, con el propósito de que el libro que pensaba escribir se pareciera lo menos posible a la realidad. Cada paso era una desilusión. La intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en Haití, había hecho exterminar los perros negros en el país porque uno de sus enemigos, tratando de escapar del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, cerró a la república del Paraguay como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Nuestro Antonio López de Santana enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasio Somoza García, padre del último dictador nicaragüense, tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimientos: en uno estaban encerradas las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban sus enemigos políticos. Maximiliano Hernández Martínez, de El Salvador, hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer para averiguar si no estaban envenenados. La estatua de Morazán que aún existe en Tegucigalpa es en realidad del mariscal Ney: la comisión oficial que viajó a Londres a buscarla, resolvió que era más barato comprar esa estatua olvidada en un depósito, que mandar a hacer una auténtica de Morazán.

En síntesis, los escritores de América Latina y el Caribe tenemos que reconocer, con la mano en el corazón, que la realidad es mejor escritor que nosotros. Nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea posible.

*Texto publicado bajo el título "Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe" en Voces. Arte y literatura. San Francisco, California. Marzo de 1998. Número 2.

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Post publicado desde algún rincón del Caribe. En la televisión, los canales de la región mostraban desde Nicaragua la asunción como presidente reelecto de Daniel Ortega, del Frente Sandinista de Liberación Nacional. A su lado, Hugo Chavez -el lìder venezolano- lo aplaudía y le ofrecía la más ancha de sus sonrisas.

Imágenes: by Lorena Delgado & Waldemar Iglesias.

martes, abril 08, 2014

Las verdades ahorcadas


Por Eduardo Galeano
Las empresas petroleras Shell y Chevron han arrasado el delta del río Níger. El escritor Ken Saro-Wiwa, del pueblo ogoni de Nigeria, lo denunció en un libro publicado en 1992: - Lo que la Shell y la Chevron han hecho al pueblo ogoni, a sus tierras y a sus ríos, a sus arroyos, a su atmósfera, llega al nivel de un genocidio. El alma del pueblo ogoni está muriendo y yo soy su testigo.
Tres años después, a principios de 1995, el gerente general de la Shell en Nigeria, Naemeka Achebe, explicó así el apoyo de su empresa a la dictadura militar que exprime a ese país: - Para una empresa comercial que se propone realizar inversiones, es necesario un ambiente de estabilidad Las dictaduras ofrecen eso. Unos meses más tarde, a fines del 95, la dictadura de Nigeria ahorcó a Ken Saro- Wiwa. El escritor fue ejecutado junto con otros ocho ogonis, también culpables de luchar contra las empresas que han aniquilado sus aldeas y han reducido sus tierras a un vasto yermo. Y muchos otros habían sido asesinados antes por el mismo motivo.
El prestigio de Saro-Wiwa dio a este crimen cierta resonancia internacional. El presidente de Estados Unidos declaró entonces que su país suspendería el suministro de armas a Nigeria, y el mundo lo aplaudió. La declaración no se leyó como una confesión involuntaria, aunque lo era: el presidente de Estados Unidos reconocía que su país había estado vendiendo armas al régimen carnicero del general Sani Abacha, que venía ejecutando gente a un ritmo de cien personas por año, en fusilamientos o ahorcamientos convertidos en espectáculos públicos.
Un embargo internacional impidió después que ningún país firmara nuevos contratos de venta de armas a Nigeria, pero la dictadura de Achaba continuó multiplicando su arsenal gracias a los contratos anteriores y a las addendas que por milagro se les agregaron, como elixires de la juventud, para que esos viejos contratos tuvieran vida eterna.
Los Estados Unidos venden cerca de la mitad de las armas del mundo y compran cerca de la mitad del petróleo que consumen. De las armas y del petróleo dependen, en gran medida, su economía y su estilo de vida. Nigeria, la dictadura africana que más dinero destina a los gastos militares, es un país petrolero. La empresa anglo-holandesa Shell se lleva la mitad; pero la estadounidense Chevron arranca a Nigeria más de la cuarta parte de todo el petróleo y el gas que explota en los veintidós países donde opera.

Del libro Patas arriba, la escuela del mundo del revés, de diciembre de 1998. Editorial Catálogos.

lunes, marzo 10, 2014

Allende, por Benedetti


Para matar al hombre de la paz
para golpear su frente limpia de pesadillas
tuvieron que convertirse en pesadilla
para vencer al hombre de la paz
tuvieron que congregar todos los odios
y además los aviones y los tanques
para batir al hombre de la paz
tuvieron que bombardearlo hacerlo llama
porque el hombre de la paz era una fortaleza

para matar al hombre de la paz
tuvieron que desatar la guerra turbia
para vencer al hombre de la paz
y acallar su voz modesta y taladrante
tuvieron que empujar el terror hasta el abismo
y matar más para seguir matando
para batir al hombre de la paz
tuvieron que asesinarlo muchas veces
porque el hombre de la paz era una fortaleza

para matar al hombre de la paz
tuvieron que imaginar que era una tropa
una armada una hueste una brigada
tuvieron que creer que era otro ejército
pero el hombre de la paz era tan sólo un pueblo
y tenía en sus manos un fusil y un mandato
y eran necesarios más tanques más rencores
más bombas más aviones más oprobios
porque el hombre del paz era una fortaleza

para matar al hombre de la paz
para golpear su frente limpia de pesadillas
tuvieron que convertirse en pesadilla
para vencer al hombre de la paz
tuvieron que afiliarse para siempre a la muerte
matar y matar más para seguir matando
y condenarse a la blindada soledad
para matar al hombre que era un pueblo
tuvieron que quedarse sin el pueblo.

domingo, marzo 09, 2014

El fútbol que vence a la Guerra


Ese ruido que parece hostil es una preciosa mentira. No se están matando bajo el oscuro cielo de Kabul. Hay disparos que no invitan a dolores inmediatos. Hay gritos que no son desencantos sino hermosos desahogos. Afganistán escucha los sonidos de siempre pero esta vez no lastiman, cuentan otra historia: el fútbol, increíble espejo de tantas cuestiones, es ahora motivo de una felicidad. Lo contó desde el lugar de los hechos el periodista Subel Bhandari, de la agencia DPA: "Durante largas horas resonaron disparos, pero esta vez el sonido de los fusiles Kalashnikov no tenía nada que ver con la guerra en Afganistán: eran la celebración por el primer título internacional de fútbol de la selección nacional". Las escenas sucedieron en el último septiembre, luego de la victoria en la final de la Copa Sudasiática, 2-0 frente a la India, en Katmandú, Nepal. En simultáneo, vía Twitter, Ahmad Shudsha -militante regional en nombre de los derechos humanos- escribía: "No son disparos de guerra civil ni de los talibanes ejecutando gente, sino de alegría". Por primera vez en demasiados años, tremenda paradoja, las armas ofrecían un mensaje feliz.

Pasaban otras cosas allí hace poco más de una década en tiempos del régimen talibán. En la misma Kabul, los escenarios desoladores se repetían sin interrupciones. Guerras internas, invasiones externas, conflictos diversos. Todo aportó para que el paisaje se deshiciera, para que las grietas y los escombros se apropiaran de cada porción de territorio. Pero también allí, desde las alturas del Tapa Maranjan, había espacio para un asombro: sobre un césped que parecía absurdo para el contexto, que en algún tiempo había sido campo de golf para ocio de los poderosos de turno, los hombres jóvenes jugaban cada tarde al fútbol. Como si se tratara de una tregua en tiempos devastadores. Corrían, pateaban, incluso gritaban una osadía: goles ante los oídos vigilantes de los implacables guardianes talibanes.

Enfrente había un emblema de esos tiempos inaceptables: el estadio Ghazi, el lugar más relevante para el deporte de este país de padecimientos repetidos. Allí cada viernes se ejecutaba, apaleaba, apedreaba y golpeaba a todos los hombres que las autoridades de entonces entendían como inapropiados. El martes era el turno de las mujeres. Ocurría que el viernes era considerado un día santo y por lo tanto las mujeres no merecían el patético honor del castigo en ese día. La gente era obligada a concurrir a los martirios. Las calles eran cercadas con vallas y todos los caminos conducían al estadio, donde camionetas 4x4 pobladas de talibanes con armas inmensas se encargaban de ordenar el listado de los inminentes crímenes. Ahí también ahora, una felicidad sucede: aquellos audaces que gritaban goles, por primera vez en su vida de tropiezos pueden sentirse campeones. No sólo por la gloriosa participación reciente; sobre todo, porque el fútbol sucede con la naturalidad de un amanecer.

El fútbol en Afganistán es la historia de una reconstrucción. Lo señala el periodista Andrés Burgo, siempre afín a estos recorridos periféricos vinculados al deporte: "El 20 de agosto, también sucedió en Kabul algo que excede cualquier resultado. Ese día, después de 10 años, la selección de Afganistán jugó su primer partido como local, y fue en el mismo estadio que los talibanes usaban para sus ejecuciones. Era la época en que se habían prohibido los barriletes (todo lo que estuviera cercano al cielo era ofender a Dios) siguiendo por la libertad física de las mujeres (esa imagen de los burkas tapando los rostros) y en el medio, entre otras tantas cosas, el fútbol. El torneo local estuvo suspendido 15 años y recién volvió a jugarse en 2012. Ahora se disputa la segunda edición". Cambian las sensaciones. En un país y en una región en la que el cricket es el deporte más popular, el fútbol asoma su inmensa cabeza. Y eso también es un síntoma.

La historia retrata al afgano como un seleccionado acostumbrado a perder e invariablemente ajeno a las grandes citas. El primer partido con carácter oficial se disputó recién en agosto de 1941. Y a la distancia, ese 0-0 frente a Irán tiene un carácter casi épico en términos del resultado. Los Leones -como los llaman- jamás jugaron un Mundial ni una fase final de la Copa de Asia. Su único registro en una competición de la FIFA aconteció en los Juegos Olímpicos de Londres 1948. Un partido, una derrota, una demostración: Luxemburgo lo goleó 6-0 en el debut y despedida. Hubo largas ausencias por los dolores y las cicatrices que la vida de este país cuenta. Pero, parece, ya es otro el seleccionado afgano. Poco se parece -incluso- a aquel plantel de 2004 que se terminó desmembrando por la deserción de nueve de sus integrantes en ocasión de un viaje a Italia para disputar un amistoso ante Verona. En el último ranking de la FIFA, publicado en setiembre, Afganistán alcanzó su mejor ubicación histórica: está en el puesto 132, delante de -por ejemplo- Tahití, el campeón de Oceanía y participante de la reciente Copa de las Confederaciones de Brasil. Parece un detalle poco significativo, pero resulta estrictamente un hito. Es más: Afganistán es uno de los principales candidatos a ganar el premio honorífico que la FIFA ofrece al seleccionado de mayor progreso en el año. De enero a septiembre, el equipo dirigido por Mohammad Yousef Kargar -un ex campeón nacional de esquí que fue futbolista y que ahora es el mejor técnico de la historia de este territorio- avanzó 54 lugares.

De repente, por un instante, la escena les pertenece a los olvidados. Mansur Faqiryar, quien nació muy cerca de esos disparos que se animan a celebraciones, es la principal figura de un equipo decididamente ajeno a la elite. Es arquero, ataja para el Oldenburg, de la quinta categoría de Alemania, pero en su país todos creen que es un superhéroe. El Buffon y el Casillas de Kabul. En la semifinal de la Copa Sudasiática atajó dos penales frente a Nepal. En la final, dicen que voló como si fuera el dueño del aire. Por ese motivo recibió un premio: el presidente Hamid Karzai le otorgó 20.000 dólares a modo de reconocimiento por los servicios prestados. También fue premiado como el mejor futbolista del torneo. Otro caso: Zohib Islam Amiri es un emblema del actual plantel. Juega como defensor y es quien más partidos internacionales acumula. También es un retrato: juega al fútbol en Mumbai, allí donde se filmó la película Slumdog Millonaire, de Danny Boyle. Por un momento, camino al título, Amiri se sintió Jamal Malik, el estupendo personaje construido por Dev Patel en el film. Hizo lo mismo, pero en otro terreno: respondió con la constancia de un campeón. Y como él, otros nombres tan lejanos para el Camp Nou o Wembley o el Maracaná: Sandjar Ahmadi o Hashmatullah Barakzai, quienes brindaron goles decisivos.

Queda claro: los mejores días están sucediendo ahora. También lo cuentan las calles, los parques y los restoranes. Nunca como en el último septiembre se vivió tal fervor alrededor del fútbol en la capital de este país, uno de los más pobres del mundo (ocupa el lugar 175 entre 186 en cuanto a su Indice de Desarrollo Humano, según datos de la ONU). Expresaron las agencias de noticias que el parque central Shar-e-Nau era una fiesta de colores y de entusiasmos, tras la victoria en Katmandú. Allí se transmitió el partido frente a India en pantalla gigante. Un milagro sucedió bajo ese cielo: la gente sintió que podía bailar y cantar y saltar sin que nadie prohibiera ni limitara nada. En paz. Y así lo hicieron hasta bastante después de finalizado el encuentro. En algunos puestos de alimentos y en restoranes se regaló comida. Parecía una fábula. Pero era otra cosa: un auténtico sueño de fútbol capaz de matar a cualquier guerra, al menos por un rato.

Texto publicado en Planeta Redondo, de Clarin.com


La celebración, del estadio a las calles.

domingo, febrero 09, 2014

Mushuc Runa, retrato de una construcción


Chibuleo es la historia de una reivindicación. Lo cuentan tantos alzamientos indígenas que allí nacieron y que desde allí lucharon en nombre de la restitución de tantos derechos robados. Lo retrata también la tradicional ceremonia de Inty Raymi, ese precioso rito andino en homenaje al Sol; esa ceremonia que en tiempos de los Incas era el más relevante de los cuatro festivales celebrados en el Cusco. Lo que ahora sucede en ese lugar es también otra demostración del impresionante carácter universal del fútbol: Mushuc Runa, el equipo fundado por una cooperativa indígena hace una década, jugará la próxima temporada en la máxima categoría de Ecuador. Y detrás de esta victoria deportiva hay una historia mágica de constancia y de superación.

Allí, cerca de Los Andes, en el sur de Ambato, el fútbol transformó a la comunidad en un fenómeno nacional que, con mucha naturalidad, excede lo deportivo. Es un asombro para toda la sociedad. Y hay un detalle que invita a reflexiones sobre los grandes clubes del fútbol de aquel país y de toda América. Lo cuenta la periodista Marcela Caicedo, del diario El Comercio: Mushuc Runa es -junto a Emelec e Independiente del Valle- uno de los tres equipos que no vive preso de su crisis económica. Es un ejemplo de orden, de cumplimiento de contratos, de respeto por el trabajo ajeno. Caicedo explica: "El espíritu cooperativista de este club se imprime en la vinculación de todos sus miembros en las decisiones y movimientos institucionales, aplicando los principios y raíces de esta clase de sociedades, como son la responsabilidad, la igualdad, la solidaridad, entre otros; los mismos que se han visto reflejados en la austera pero firme economía que Mushuc Runa ha manejado desde su aparición, en el 2003".

La clave de ese éxito más allá del éxito nació bastante antes de que la pelota comenzara a rodar oficialmente bajo el sol de Chibuleo. Lo señalan en su página web los fundadores de la cooperativa: "Cuando a los pueblos indígenas se les consideraba aptos sólo para la agricultura, ganadería y otras actividades relacionadas al campo, nadie pensaba que podíamos administrar una institución financiera. Cuando las instituciones financieras tradicionales calificaban a los indígenas al igual que a los sectores urbano-marginales como sujetos de crédito de alto riesgo, poco confiables y no rentables, nace la Cooperativa de Ahorro y Crédito". Ahora, aquella búsqueda surgida en 1997 es también un milagro que late de fútbol.

El nombre que eligieron aquellos 38 campesinos de Chibuleo y de sus zonas cercanas (como Pilahuin y Quisipancha, en la Provincia de Tungurahua) fue un mensaje: Mushuc Runa significa "Hombre Nuevo" en kichwa, su idioma. Cuentan que cuando lo decidieron estaban pensando en aquel concepto de Ernesto Guevara, el Che. Luego, el entusiasmo por el fútbol y el paso firme de la cooperativa le dieron lugar a este encantador equipo de los indígenas. En este territorio, donde las mujeres también juegan al fútbol y organizan campeonatos a tal efecto, el Mushuc Runa es un hermoso espejo en el que mirarse. Y reconocerse.

En días recientes, le tomaron al plantel la foto oficial. En ella, los futbolistas y el cuerpo técnico lucían como los hinchas en las calles y en las tribunas, en las terrenos agrícolas y entre las piedras: esos ponchos rojos que le valen el apodo al Mushuc Runa, Los del Poncho o El Ponchito, como algunos medios nacionales eligieron mencionarlo tras el histórico ascenso, conseguido tres fechas antes de finalizar la temporada. Allí, estaba el entrenador, el argentino César Vigevani, el mismo que en el día de la consagración se puso una camiseta con una leyenda que excedía la alegría de lo deportivo: "Orgulloso de ser indígena". También ofreció palabras entonces: "Teníamos hambre de hacer historia. Y la hicimos. Es una felicidad poderle ofrecer este ascenso a esta gente". Lucía emocionado.

La campaña del Mushuc Runa fue una suerte de fiesta a cada paso. Ganó la Primera Etapa con 17 victorias en 22 partidos, dejó atrás a instituciones habituales de la A como Olmedo (campeón ecuatoriano en 2000), Aucas y Espoli. Decayó un poco en la Segunda Parte, pero la tabla general lo llevó a la serie A tras 24 triunfos en 44 encuentros. Así fue subcampeón (detrás de Olmedo), siete puntos delante de Imbabura. Ahora van por más. Para la próxima campaña ya contrataron a tres argentinos: el arquero Sebastián Blázquez y los delanteros Federico Almerares y Maximiliano Barreiro.

El día del partido del gran salto a la A, en noviembre ante Técnico Deportivo, el presidente Luis Alfonso Chango agradeció a todos por esa campaña: desde el goleador Bryan Rodríguez hasta cada uno de los hinchas que decoraban el ambiente con globos rojos y verdes. Chango, emprendedor indígena, no sabía que el fútbol podía hacer llorar de alegría. Lo aprendió esa tarde. Desde mucho antes venía enseñando una lección: para ser vistas, algunas cosas primero tienen que ser creídas.


Texto publicado en Planeta Redondo, de Clarin.com.

domingo, enero 12, 2014

El fútbol según Mandela


Nelson Mandela está en todos lados. Late en los rincones, se hace gigantogragía al paso, se lo escucha contando búsquedas y reivindicaciones desde las grabaciones de viejos discursos que se venden en CDs en los locales del elegante Waterfront de Ciudad del Cabo. Sonríe en las fotos, mira contento. Está ahí, de alguno o de todos los modos. Una chica de ojos claros que nació en territorio europeo y luce más que guapa tiene una remera ajustada que lo cuenta: "46663 / I'm Madiba's neighbour" (soy vecino de Mandela). El líder histórico de Sudáfrica, ese país que no para de seguir naciendo, ocupaba la icónica celda 46664, con idéntico número de preso. Por eso, también sucede el merchandising al respecto. La escena pertenece al Mundial de 2010 y resulta el perfecto ejemplo de la dimensión de ese hombre. También, de su vínculo con el deporte y con su modo de entender el mundo.

A unos metros de esa escena un ferry invitaba a conocer Robben Island, la isla en la que Madiba permaneció preso durante casi tres décadas. Un arco que ya no podría cumplir con sus viejas funciones retrataba un pasado. Los presos, casi todos negros y amigos de la intención de un mundo multicolor, querían jugar el fútbol. No los dejaban en aquellos primeros años de la década del sesenta. "Al principio teníamos que jugar a escondidas, en nuestras celdas, fabricando los balones con papeles, ya que estaba prohibido. Si nos descubrían jugando nos castigaban de varias formas, como no darnos de comer", contó alguna vez Tony Suze, uno de aquellos presos.

Intervino la Cruz Roja para que aquellos oprimidos pudieran tener un rato de su deporte más deseado: el fútbol. Los dejaron jugar apenas cuarenta minutos por sábado. La pasión pudo más: desde el fondo de las restricciones, armaron una Liga. Fueron ocho equipos los que comenzaron aquel pequeño mundo que tanto excedía el maltrecho campo de juego: Manong, Rangers, Hotspurs, Dynamo, Bucks, Ditshitshidi, Gunners y Black Eagles. Mandela no jugaba en aquellos sábados, pero sí participaba en la construcción de ese espíritu colectivo que el fútbol representaba.

El periodista Miguel Lara lo escribió alguna vez en el diario Marca: "El fútbol iba más allá de los partidos. La biblioteca de la prisión comenzó a llenarse de literatura deportiva. La estrella era 'Soccer Refereeing' (El arbitraje en el fútbol), una obra de Denis Howell. La obra del político laborista británico, que escapó a una bomba del IRA en su coche y que era un enemigo abierto del racismo del gobierno de Pretoria, se convirtió en el segundo libro más leído en Robben Island por detrás de 'El Capital'. Los guardianes de la prisión no censuraban la obra de Karl Marx pensando que con ese título los presos consultaban una obra que iba a hacer entender a los comunistas que estaban equivocados". El fútbol, deporte de negros en aquella Sudáfrica de rugby blanco y exitoso, resultaba un lugar de encuentro. Los abrazos de gol eran mucho más que eso. Así contaban que ellos estaban juntos.

Dennis Brutus tampoco jugaba frecuentemente al fútbol. Pero lo escribió allí, en una de esas celdas que ahora son memoria: "Vendrá un tiempo./ Vendrá un tiempo, esto creemos,/ cuando la forma del planeta / y las divisiones de la tierra / serán de menos importancia. /Estaremos capturados en la luz de la amistad./ Una estrella roja de esperanza / iluminará nuestras vidas./ Una estrella de esperanza./ Una estrella de gran alegría./ Una estrella de libertad". El era poeta, pero sobre todas las cosas era un soñador de esas causas justas a las que Mandela convocaba. Su piel blanca y su barba blanca no condicionaban su búsqueda: él quería un mundo de todos los colores. Entró a Robben Island con la única cara posible: la de un dolor, la de una militancia. Y allí estuvo, también, aplaudiendo jugadas de las que no mucho entendía.

Allí, en ese mismo espacio de cautiverio convivieron muchos de los héroes de una idea que luego se hizo país y que con aquella impronta se transformó en el Primer Mundial de Africa. La isla había sido utilizada como colonia de leprosos entre 1836 y 1931. Pero su condición de máximo emblema de la represión aconteció en tiempos del apartheid. Entre esos prisioneros de aquellos días se enumeran Mandela, Walter Sisulu, Govan Mbeki, Robert Sobukwe y Kgalema Motlanthe. Los mismos nombres que permitieron que ahora la bandera de Sudáfrica sea más colorida que cualquier otra. Y el fútbol, aquella Liga tan periférica y tan mágica, les había mostrado también que juntos eran mejores.

La final del último Mundial ofreció una escena que lo excedió y que lo excederá. Mandela estuvo allí, antes de que España le ganara a Holanda, saludó a todos con su manito mansa, escuchó el chillido intenso de tantas vuvuzelas, miró, sonrió. Emocionarse fue la consecuencia inevitable de los presentes. Lo contaron y lo cuentan varios de los periodistas y/o comentaristas que allí sentados estuvieron: Danilo Díaz, Iván Zamorano, Federico Kotlar, Juan Lagares, Gustavo Flores... La lista podría ser interminable. Mandela había logrado algo inmenso. En aquella aparición, la última en espacio público, lucía la cara del hombre que tanto había hecho. Era el rostro preciso de una felicidad que no era solo de él sino de tantos que lo rodeaban bajo el cielo de su tierra.

Lo sabe la FIFA y lo sabe el mundo: si Sudáfrica fue la sede de la última Copa del Mundo mucho tuvo que ver Mandela, ese señor que entendió -quizá como ningún otro- que el deporte era un precioso escenario para mostrarse al mundo, para ofrecer mensajes, para comprenderse incluso más allá de colores, de ideas, de orígenes. En la misma Ciudad del Cabo desde la que se accede a Robben Island, algún ciudadano de a pie lo escribió con los retazos de un inglés aprendido a los tropiezos, en una de las calles menos favorecidas: "Para ser vistas, algunas cosas primero deben ser creídas". Madiba lo sabía desde los tiempos en los que -como castigo- le impedían ver los partidos de fútbol en la Isla de la Memoria. Pero lo que sus ojos no podían mirar; sus oídos lo escuchaban: algún preso siempre le regalaba un grito de gol.

Texto publicado en Planeta Redondo, de Clarin.com