domingo, enero 12, 2014
El fútbol según Mandela
Nelson Mandela está en todos lados. Late en los rincones, se hace gigantogragía al paso, se lo escucha contando búsquedas y reivindicaciones desde las grabaciones de viejos discursos que se venden en CDs en los locales del elegante Waterfront de Ciudad del Cabo. Sonríe en las fotos, mira contento. Está ahí, de alguno o de todos los modos. Una chica de ojos claros que nació en territorio europeo y luce más que guapa tiene una remera ajustada que lo cuenta: "46663 / I'm Madiba's neighbour" (soy vecino de Mandela). El líder histórico de Sudáfrica, ese país que no para de seguir naciendo, ocupaba la icónica celda 46664, con idéntico número de preso. Por eso, también sucede el merchandising al respecto. La escena pertenece al Mundial de 2010 y resulta el perfecto ejemplo de la dimensión de ese hombre. También, de su vínculo con el deporte y con su modo de entender el mundo.
A unos metros de esa escena un ferry invitaba a conocer Robben Island, la isla en la que Madiba permaneció preso durante casi tres décadas. Un arco que ya no podría cumplir con sus viejas funciones retrataba un pasado. Los presos, casi todos negros y amigos de la intención de un mundo multicolor, querían jugar el fútbol. No los dejaban en aquellos primeros años de la década del sesenta. "Al principio teníamos que jugar a escondidas, en nuestras celdas, fabricando los balones con papeles, ya que estaba prohibido. Si nos descubrían jugando nos castigaban de varias formas, como no darnos de comer", contó alguna vez Tony Suze, uno de aquellos presos.
Intervino la Cruz Roja para que aquellos oprimidos pudieran tener un rato de su deporte más deseado: el fútbol. Los dejaron jugar apenas cuarenta minutos por sábado. La pasión pudo más: desde el fondo de las restricciones, armaron una Liga. Fueron ocho equipos los que comenzaron aquel pequeño mundo que tanto excedía el maltrecho campo de juego: Manong, Rangers, Hotspurs, Dynamo, Bucks, Ditshitshidi, Gunners y Black Eagles. Mandela no jugaba en aquellos sábados, pero sí participaba en la construcción de ese espíritu colectivo que el fútbol representaba.
El periodista Miguel Lara lo escribió alguna vez en el diario Marca: "El fútbol iba más allá de los partidos. La biblioteca de la prisión comenzó a llenarse de literatura deportiva. La estrella era 'Soccer Refereeing' (El arbitraje en el fútbol), una obra de Denis Howell. La obra del político laborista británico, que escapó a una bomba del IRA en su coche y que era un enemigo abierto del racismo del gobierno de Pretoria, se convirtió en el segundo libro más leído en Robben Island por detrás de 'El Capital'. Los guardianes de la prisión no censuraban la obra de Karl Marx pensando que con ese título los presos consultaban una obra que iba a hacer entender a los comunistas que estaban equivocados". El fútbol, deporte de negros en aquella Sudáfrica de rugby blanco y exitoso, resultaba un lugar de encuentro. Los abrazos de gol eran mucho más que eso. Así contaban que ellos estaban juntos.
Dennis Brutus tampoco jugaba frecuentemente al fútbol. Pero lo escribió allí, en una de esas celdas que ahora son memoria: "Vendrá un tiempo./ Vendrá un tiempo, esto creemos,/ cuando la forma del planeta / y las divisiones de la tierra / serán de menos importancia. /Estaremos capturados en la luz de la amistad./ Una estrella roja de esperanza / iluminará nuestras vidas./ Una estrella de esperanza./ Una estrella de gran alegría./ Una estrella de libertad". El era poeta, pero sobre todas las cosas era un soñador de esas causas justas a las que Mandela convocaba. Su piel blanca y su barba blanca no condicionaban su búsqueda: él quería un mundo de todos los colores. Entró a Robben Island con la única cara posible: la de un dolor, la de una militancia. Y allí estuvo, también, aplaudiendo jugadas de las que no mucho entendía.
Allí, en ese mismo espacio de cautiverio convivieron muchos de los héroes de una idea que luego se hizo país y que con aquella impronta se transformó en el Primer Mundial de Africa. La isla había sido utilizada como colonia de leprosos entre 1836 y 1931. Pero su condición de máximo emblema de la represión aconteció en tiempos del apartheid. Entre esos prisioneros de aquellos días se enumeran Mandela, Walter Sisulu, Govan Mbeki, Robert Sobukwe y Kgalema Motlanthe. Los mismos nombres que permitieron que ahora la bandera de Sudáfrica sea más colorida que cualquier otra. Y el fútbol, aquella Liga tan periférica y tan mágica, les había mostrado también que juntos eran mejores.
La final del último Mundial ofreció una escena que lo excedió y que lo excederá. Mandela estuvo allí, antes de que España le ganara a Holanda, saludó a todos con su manito mansa, escuchó el chillido intenso de tantas vuvuzelas, miró, sonrió. Emocionarse fue la consecuencia inevitable de los presentes. Lo contaron y lo cuentan varios de los periodistas y/o comentaristas que allí sentados estuvieron: Danilo Díaz, Iván Zamorano, Federico Kotlar, Juan Lagares, Gustavo Flores... La lista podría ser interminable. Mandela había logrado algo inmenso. En aquella aparición, la última en espacio público, lucía la cara del hombre que tanto había hecho. Era el rostro preciso de una felicidad que no era solo de él sino de tantos que lo rodeaban bajo el cielo de su tierra.
Lo sabe la FIFA y lo sabe el mundo: si Sudáfrica fue la sede de la última Copa del Mundo mucho tuvo que ver Mandela, ese señor que entendió -quizá como ningún otro- que el deporte era un precioso escenario para mostrarse al mundo, para ofrecer mensajes, para comprenderse incluso más allá de colores, de ideas, de orígenes. En la misma Ciudad del Cabo desde la que se accede a Robben Island, algún ciudadano de a pie lo escribió con los retazos de un inglés aprendido a los tropiezos, en una de las calles menos favorecidas: "Para ser vistas, algunas cosas primero deben ser creídas". Madiba lo sabía desde los tiempos en los que -como castigo- le impedían ver los partidos de fútbol en la Isla de la Memoria. Pero lo que sus ojos no podían mirar; sus oídos lo escuchaban: algún preso siempre le regalaba un grito de gol.
Texto publicado en Planeta Redondo, de Clarin.com