miércoles, julio 21, 2010

El profesor de vuvuzela


Por Ariel Scher*
El Rey Daniel fue el único profesor de vuvuzela de mi vida y puedo asegurar que no me arrepiento de no haber tenido ninguno más. Lo conocí a las seis de la tarde del 3 de marzo de 1974, mientras los pulmones me reventaban de voluntad por soltar aires y el corazón me ardía de indignación. Lo de los pulmones era lógico porque yo estaba en el nudo de mi adolescencia y respiraba cada cosa que ofrecía la realidad. Lo de la indignación me empezaba en los oídos: un día antes, Carlos Reutemann había ganado el Gran Premio de Sudáfrica, en la Fórmula 1, y un comentarista argentino e impune había proclamado que en esa tierra florecían el orden y la civilización. Por aquella época, yo no era experto en nada y no imaginaba que, treinta y seis años después, en el país del triunfo de Reutemann habría un Mundial de fútbol con vuvuzelas ululando en cada pelotazo. Lo que sabía era que en Sudáfrica a la gente la arrasaban por ser pobre y por ser negra.
Fui a estudiar vuvuzela porque el padre del volante derecho de uno de mis dos equipos de 1974 soplaba una cuando nos alentaba en los partidos que jugábamos los sábados de primavera. Ese padre no entendía mucho de música, pero creía en unas cuantas de las épicas que surcaban al mundo en 1974 y, sin muchos detalles, me había explicado que la vuvuzela era un instrumento a través del que los silenciados de Sudáfrica se hacían oír en el fútbol o en otros juegos. También yo era alguien entusiasmado con muchas épicas y, a causa del desgraciado comentarista de automovilismo, me sentía fuertemente comprometido con los dolores de ese pueblo. Así que dos o tres averiguaciones intensas me pusieron enseguida frente al Rey Daniel.
“Rey Daniel, maestro de vuvuzela”, indicaba la placa de bronce opaco que se veía en el departamento de Villa Crespo al que viajé en busca de sonidos y de justicias. “Este es mi estudio”, me dijo, delante de una colección infinita y abrumadora de vuvuzelas, diseñadas con colores, materiales y anchos tan variados que costaba aceptar que alguien alguna vez en el paso de los siglos y en algún rincón del planeta hubiera emprendido una tarea diferente que tocar o construir vuvuzelas. Muy rápido percibí en el Rey Daniel las generosidades que lo volvían un ser extraordinario, pero no fue por ellas que me dejó elegir el día y la hora de las clases. En verdad, disponía de tiempo: en 1974 y en todos los años siguientes, jamás superó los dos alumnos por mes. Uno siempre era yo.
Fuimos también sólo dos los componentes del público en el concierto de vuvuzela que el Rey Daniel dio en agosto de 1975. Debimos viajar hasta el parque Pereyra Iraola, en La Plata, con un mapa complicadísimo como equipaje, porque los conciertos de vuvuzela sólo podían hacerse en lugares en los que los estruendos incomparables del instrumento no perturbaran a nadie. Con la misma seguridad que me permite afirmar que ninguna belleza es bonita al lado de los ojos de mi mujer o que me gustan los equipos que atacan, puedo sentenciar que los millones de individuos que no se trasladaron hasta el parque Pereyra Iraola se lo perdieron. En cada tema de ese concierto nos envolvió una experiencia cautivante y feliz. El Rey Daniel interpretó la vuvuzela como si Mozart estuviera hospedado en sus bronquios, con una gracia y una melodiosidad capaces de hacer llorar o de hacer bailar. Sin embargo, más que eso, lo que recuerdo es el cierre, cuando el Rey Daniel agradeció la tenacidad de las cuatro manos que lo aplaudían, nos convidó una vuelta de sándwiches de miga y, sobre todo, nos develó el gran secreto de su historia.
Hasta esa cita de arte, yo había supuesto que el Rey Daniel se dedicaba a la vuvuzela con una aplicación que casi nadie dedica a casi nada a causa de los condicionamientos que una de sus pasiones, el fútbol, le había impuesto a otra, la música. Erré. Era cierto que sus horas de arquero le habían dañado cuatro de los diez dedos, vulnerando la perspectiva de que fuera guitarrista. Y también era cierto que las solvencias aeróbicas de un abuelo judío y centrodelantero que empuñaba el mítico shofar y de una tía irlandesa que relataba partidos en su barrio lo habían empujado hacia los instrumentos de viento. Pero sucedía más. En esencia, el Rey Daniel era un trabajador de las causas ignoradas y un adversario de los que ejercían como única conducta la que dictaban las modas. Lo verifiqué en mil situaciones: deploraba a los oportunistas, rechazaba a los que creían que la historia empezaba con ellos, maldecía a los trangresores sin vocación de cambios profundos y detestaba a los que se portaban como si la existencia fuera una ola y andaban arriba de ella. En síntesis, se entregaba a la vuvuzela y a Sudáfrica porque a ambas, maravillosas y nobles, se las castigaba con la indiferencia.
Jamás se conformó con ser un predicador en los cafés o un egocéntrico encerrado en su don de gran músico. Él puso el cuerpo. De todo lo que protagonizó, todavía me impacta una gesta desconocida que no procede de fines de los ochenta, de la mitad de los noventa o del pleno Mundial, todos momentos en los que Sudáfrica se convirtió en otra. Impresiona: el Rey Daniel desfiló por la avenida Corrientes con un cartel que reivindicaba la lucha y los sueños de Nelson Mandela durante el invierno de 1979. Aquella vez se le animó, al menos, a dos obstáculos. El menor era el frío, que le partía los huesos, la garganta y el grosor del magro pulóver bueno que lo acompañaba en esa edad de bolsillos en malaria; el mayor era una dictadura, cuyo plan reprimía a los que sabían que eran reprimidos y a los que no se daban cuenta de que eran reprimidos. Tiritando entre Callao y Montevideo, al frío lo resistió haciendo resonar su vuvuzela como un trueno inagotable. De la dictadura y de la represión zafó porque el primer milico que vino a interceptarlo cometió el error de hacerle una pregunta bravucona. “¿Y usted quién se cree que es para andar con ese cartel por acá?”, lo interrogó, a los gritos. El Rey Daniel lo miró fijo, advirtió en un segundo que se trataba de un pelotudo, y le contestó, tal cual, lo que sigue: “Soy un fanático del boxeo. ¿No lee los diarios, usted? ¿No se enteró de que Nelson 'Dinamita' Mandela es desde hoy campeón mundial de peso gallo?” El milico, machete en mano, tomó la fatal decisión de ir a buscar un diario para comprobar el dato. Cuando regresó, el Rey Daniel ya estaba arriba del colectivo 146, con el cartel recontradoblado adentro de un bolso, convencido de que, en una tarde de sol de un almanaque no muy lejano, merendaría con Mandela, lo ilustraría sobre las magias de la avenida Corrientes y ambos reirían juntos por la evocación de aquel invierno de 1979.
El Rey Daniel nunca apostó por ir hacia donde marcha la corriente. De allí que, en las décadas posteriores, cuando reconocer el valor de Mandela se volvió un acto justo pero también una demostración de corrección política, no se pronunció más sobre el tema. Si yo no anduviera con la ansiedad y con los párpados tan atrapados por la agenda del Mundial, habría advertido que en ese antecedente quedaba escrito un pedacito de mi destino. Ocurrió después de que Portugal y Costa de Marfil terminaran un partido en el que no hubo ruido de goles y sí de vuvuzelas enarboladas por sudafricanos, japoneses, portugueses, marfileños, suecos en estado de turismo y algún argentino que se mezclaba en las tribunas por equivocación o porque así son los mundiales. Desembarqué frente a la placa bronceada y ya mucho más que opaca del estudio de Villa Crespo, toqué timbre y entré, mecánicamente, al estudio. De golpe, una electricidad me quemó el cuerpo. Por primera vez en treinta y seis años, vi vacío ese espacio: no estaba una sola de las infinitas vuvuzelas.
El Rey Daniel me encaró con su sinceridad irrompible y evitó distraerme con mensajes indirectos:
-Me retiro. Dejo. Termino. Veo que la vuvuzela está en auge. No sé si es bueno o es malo. Sólo sé que estoy en paz con lo que hice. Y que ella ya no me necesita.
Lo miré más cerca de la ternura que del asombro. A pesar de los cuatro dedos dañados en sus ensayos de arquero, acariciaba un curioso instrumento de cuerdas que vaya a saber qué postergados del universo le habían enviado. “Suena hermoso y estuvo prohibido durante medio milenio. En cuanto lo domine del todo, empiezo a dar clases”, me anticipó. A los dos se nos apretaban las gargantas con cuestiones que las personas muchas veces sienten y pocas veces dicen. En treinta y seis años de esfuerzos compartidos no habíamos logrado que yo hiciera sonar con armonía a la vuvuzela ni siquiera en un solo intento. No me atreví a comentárselo ni en broma. Demasiadas otras cuestiones me había enseñado el Rey Daniel, compañero anónimo de sonidos que esperan que el mundo los escuche un día, profesor sin igual de vuvuzela, maestro de humanidad.

*Ariel Scher es periodista, escritor y docente.