miércoles, diciembre 26, 2007
Un regreso de días memorables
El colegio (el primario, pero sobre todo el secundario) pasa tan rápido que, por momentos, se parece a una invención de estos días, a una reconstrucción antojadiza de un pasado presunto. Pero no. Está ahí, latente, con aquellas caras ahora -ya quince años después- más rollizas o con otra postura o con más locuacidad o con menos cabellos o con cierto señorío impropio de los tiempos adolescentes. Pero son ellos, los mismos. Somos los mismos. Me pasó en este fin de año, en el reencuentro de los 15 años. A varios los veo con frecuencia, a otros ocasionalmente a través de ese espacio de pertenencia que sigue siendo el Misura. Pero a otros me tocó redescubrirlos, escucharlos como casi nunca antes. Sucedió un placer nuevo, entonces: el de refundar aquellos días y de resignificar aquellos vínculos. Me gustó, en definitiva. Creo que no podría ser de otro modo.
Por eso, me pareció atinado reproducir un mail que envió Agustín Seijas, compañero de aquellos días. No solíamos tener diálogo fluido ni trato frecuente. Quizá fue una lástima. Tal vez se trate de los vaivenes propios del tiempo. Lo que sigue es un divertido retrato de un reencuentro.
Resulta extraño andar comentando por ahí que uno de los mejores momentos de estos últimos días del 2007 lo haya compartido con un grupete de hombres peludos y semiborrachos a la luz de la velas.
Pero por suerte no me averguenzo de que así haya sido, aún a sabiendas de que aquellos que no hayan visto las inocentes fotos que preceden estas palabras, sospechen que les estoy ilustrando una trasnochada en Espartacus.
Pero como suelo andar sin reparos por la vida, no oculto mi entusiasmo por el encuentro del viernes pasado.
Sinceramente mi divertí muchísimo con el anecdotario de los presentes, y lo más importante: revisando las fotos pormenorizadamente he llegado a la conclusión de que la vida nos esta tratando bastante bien.
Mis queridos compis, espero que podamos juntarnos más seguido (quizás dándonos el interludio suficiente como para cosechar alguna anécdota personal nueva) y que aunque más no sea vía mail no nos perdamos el rastro.
Abro paréntesis para otorgarle a Tatín los mayores honores por la organización del encuentro (te pasaste con la iluminación!!!), a Gato por ser un gran afintrión y a los restantes por el buen humor.
Les deseo un gran 2008 y buena vida mientras dure el cuerpo.
PD: Walde te olvidaste un libro en el coche de Dano que lo tengo yo. Dalo por perdido, ya lo sume a mi biblioteca personal.
Post publicado desde Mar de las Pampas.
martes, diciembre 18, 2007
Un nombre, un determinismo
Actualización 2017: una década después de haber escrito el texto que continúa acá abajo de este largo epìgrafe, Pancho -amigo de la vida, amigo perpetuo- me manda esta foto que se luce a la izquierda. Reemplaza a otra, mucho menos atractiva, ofrecida por Google Imágenes. El capitán de nuestro Misura está en Barcelona, la tierra que -además de ese equipo genial que todos conocemos y que ayer le ganó al Real Madrid un clásico inolvidable en el Bernabéu, con Messi como superhéroe- tiene como patrona a Santa Eulalia. Dicho de otra manera: de algún modo, la patrona es mi mamá. Incluso más allá del carácter oficial que su nombre ofrece.
Escuché hace unas semanas a Alejandro Dolina, en su programa radial La Venganza Será Terrible, referirse --en tono de broma-- a cierto determinismo existente entre el nombre de un individuo y su personalidad. Y puso como ejemplo a un tal León, con su impronta inevitablemente feroz... Luego el conductor volvió a reir.
Coincido, claro, con esa ironía. Pero ayer, repasando la historia de Santa Eulalia de Barcelona, la joven mártir masacrada por orden de Diocleciano, me vi obligado a aceptar excepciones. Ciertas particularidades, sobre todo las cuestiones esenciales, que cuenta la historia católica, se parecen a un mandato recuperado por mi mamá, también Eulalia, también de sangre catalana.
Santa Eulalia --según relata el Pbro. Angel Fábrega Grau-- nació en las cercanías de la ciudad de Barcelona, hacia los últimos años del siglo tercero. La humildad, cierta sabiduría precoz y la prudencia fueron rasgos que desmentían su condición de niña.
Recién llegada a su pubertad, ella también escuchó lo que cada día oían los barceloneses: la noticia de que la persecución contra los cristianos volvía a desarrollarse una vez más en todo el Imperio.
Los emperadores romanos Diocleciano y Maximiano, que se habían enterado de la rápida propagación de la fe cristiana en las lejanas tierras de España, mandaron al más cruel y feroz de sus jueces, llamado Daciano, para que acabara de una vez con aquella superstición.
Al entrar en Barcelona hizo, junto a su séquito, públicos y solemnes sacrificios a los dioses, y dio orden de buscar a todos los cristianos para obligarles a hacer otro tanto. Con rapidez se divulgó entre los cristianos de Barcelona la noticia de que la ciudad era perturbada por un juez sin piedad.
Santa Eulalia tenía una profunda fe, una enorme generosidad, la tenacidad de una luchadora sin quebrantos y era una dulzura para su familia y para sus servidoras. Le dolían en lo más profundo las injusticias. Un día, en silencio, mientras todos dormían, emprendió mansamente el camino hacia Barcelona. La delicada niña recorrió el largo camino a pie y sin quejas.
Ya en las puertas de la ciudad, oyó la voz del pregonero que leía el edicto y se fue al lugar. Allí vio a Daciano sentado en su tribunal. Y, entre la multitud y mezclada con los guardianes, se dirigió a su encuentro. Le dijo: "Juez inicuo, ¿de esta manera tan soberbia te atreves a sentarte para juzgar a los cristianos? Ya sé que tú, por obra del demonio, tienes en tus manos el Poder de la vida y de la muerte; pero esto poco me importa".
Daciano, sorprendido de tanta audacia, le respondió con desconcierto: "Y ¿quién eres tú, que de una manera tan temeraria te has atrevido, no sólo a presentarte espontáneamente ante el tribunal, sino que, además, engreída con una arrogancia inaudita, osas echar en cara del juez estas cosas contrarias a las disposiciones imperiales?".
Daciano intentó al principio ofrecer regalos y hacer promesas de ayuda a la niña para que cambiara de opinión, pero al ver que ella seguía convencida de sus ideas cristianas, le mostró todos los instrumentos de tortura con los cuales le podían hacer padecer si no obedecía a la ley del emperador que mandaba adorar ídolos y prohibía adorar a Jesucristo.
Y la mató con toda la crueldad que cabía en su cuerpo imperial.
Señala el poeta Prudencio que al morir Santa Eulalia, la gente vio una blanquísima paloma que volaba hacia el cielo. Y que, en consecuencia, los verdugos salieron corriendo entre sustos, llenos de remordimiento por haber matado a una criatura inocente. La nieve cubrió el cadáver, hasta que varios días después llegaron unos cristianos y le dieron honrosa sepultura al cuerpo de la joven mártir. En ese lugar se levantó, luego, un templo a modo de tributo a ella.
El culto de Santa Eulalia se hizo tan popular que hasta San Agustín hizo sermones en su honor. Y en la antigua lista de mártires de la Iglesia Católica, llamada Martirologio romano, habita la siguiente frase: "El 12 de febrero se conmemora a Santa Eulalia, mártir de España, muerta por proclamar su fe en Jesucristo".
La encontré a mi mamá en el espejo de esta santa: en su constancia, en su prudencia, en su dulzura, en su generosidad, en su aprecio por las libertades, en su coherencia, en su búsqueda inquebrantable, en su esencia... Era ella. Era Eulalia. Como si su nombre fuera un determinismo.
Escuché hace unas semanas a Alejandro Dolina, en su programa radial La Venganza Será Terrible, referirse --en tono de broma-- a cierto determinismo existente entre el nombre de un individuo y su personalidad. Y puso como ejemplo a un tal León, con su impronta inevitablemente feroz... Luego el conductor volvió a reir.
Coincido, claro, con esa ironía. Pero ayer, repasando la historia de Santa Eulalia de Barcelona, la joven mártir masacrada por orden de Diocleciano, me vi obligado a aceptar excepciones. Ciertas particularidades, sobre todo las cuestiones esenciales, que cuenta la historia católica, se parecen a un mandato recuperado por mi mamá, también Eulalia, también de sangre catalana.
Santa Eulalia --según relata el Pbro. Angel Fábrega Grau-- nació en las cercanías de la ciudad de Barcelona, hacia los últimos años del siglo tercero. La humildad, cierta sabiduría precoz y la prudencia fueron rasgos que desmentían su condición de niña.
Recién llegada a su pubertad, ella también escuchó lo que cada día oían los barceloneses: la noticia de que la persecución contra los cristianos volvía a desarrollarse una vez más en todo el Imperio.
Los emperadores romanos Diocleciano y Maximiano, que se habían enterado de la rápida propagación de la fe cristiana en las lejanas tierras de España, mandaron al más cruel y feroz de sus jueces, llamado Daciano, para que acabara de una vez con aquella superstición.
Al entrar en Barcelona hizo, junto a su séquito, públicos y solemnes sacrificios a los dioses, y dio orden de buscar a todos los cristianos para obligarles a hacer otro tanto. Con rapidez se divulgó entre los cristianos de Barcelona la noticia de que la ciudad era perturbada por un juez sin piedad.
Santa Eulalia tenía una profunda fe, una enorme generosidad, la tenacidad de una luchadora sin quebrantos y era una dulzura para su familia y para sus servidoras. Le dolían en lo más profundo las injusticias. Un día, en silencio, mientras todos dormían, emprendió mansamente el camino hacia Barcelona. La delicada niña recorrió el largo camino a pie y sin quejas.
Ya en las puertas de la ciudad, oyó la voz del pregonero que leía el edicto y se fue al lugar. Allí vio a Daciano sentado en su tribunal. Y, entre la multitud y mezclada con los guardianes, se dirigió a su encuentro. Le dijo: "Juez inicuo, ¿de esta manera tan soberbia te atreves a sentarte para juzgar a los cristianos? Ya sé que tú, por obra del demonio, tienes en tus manos el Poder de la vida y de la muerte; pero esto poco me importa".
Daciano, sorprendido de tanta audacia, le respondió con desconcierto: "Y ¿quién eres tú, que de una manera tan temeraria te has atrevido, no sólo a presentarte espontáneamente ante el tribunal, sino que, además, engreída con una arrogancia inaudita, osas echar en cara del juez estas cosas contrarias a las disposiciones imperiales?".
Daciano intentó al principio ofrecer regalos y hacer promesas de ayuda a la niña para que cambiara de opinión, pero al ver que ella seguía convencida de sus ideas cristianas, le mostró todos los instrumentos de tortura con los cuales le podían hacer padecer si no obedecía a la ley del emperador que mandaba adorar ídolos y prohibía adorar a Jesucristo.
Y la mató con toda la crueldad que cabía en su cuerpo imperial.
Señala el poeta Prudencio que al morir Santa Eulalia, la gente vio una blanquísima paloma que volaba hacia el cielo. Y que, en consecuencia, los verdugos salieron corriendo entre sustos, llenos de remordimiento por haber matado a una criatura inocente. La nieve cubrió el cadáver, hasta que varios días después llegaron unos cristianos y le dieron honrosa sepultura al cuerpo de la joven mártir. En ese lugar se levantó, luego, un templo a modo de tributo a ella.
El culto de Santa Eulalia se hizo tan popular que hasta San Agustín hizo sermones en su honor. Y en la antigua lista de mártires de la Iglesia Católica, llamada Martirologio romano, habita la siguiente frase: "El 12 de febrero se conmemora a Santa Eulalia, mártir de España, muerta por proclamar su fe en Jesucristo".
La encontré a mi mamá en el espejo de esta santa: en su constancia, en su prudencia, en su dulzura, en su generosidad, en su aprecio por las libertades, en su coherencia, en su búsqueda inquebrantable, en su esencia... Era ella. Era Eulalia. Como si su nombre fuera un determinismo.
sábado, diciembre 15, 2007
Una Reina y una Rana
Reina (foto) y Rana son, además de gatas siamesas, dos preciosas concubinas. Por los momentos compartidos y por la agradable sorpresa de sus compartamientos casi caninos, esta poesía de Liliana Cinetto.
Los Gatos
A los gatos les gusta
subir al cielo
trepando una escalera
de caramelo.
Les gusta hacer cosquillas
a las estrellas
con los bigotes largos
y las orejas.
Les gusta hacerles bromas
a los ratones,
jugar a la rayuela,
pasear de noche
y cantarle a la luna
sus serenatas
hasta que los descubre
la madrugada.
martes, diciembre 04, 2007
El Negro & El Negro
Mi amigo Héctor Hugo Cardozo, columnista de Clarín y reciente ganador del Premio Alumni, está por publicar un libro --"El Rubio"-- y me pidió que escribiera uno de los prólogos. Entonces, pensé también en otro rosarino y en otro Negro, Roberto Fontanarrosa, a modo de modestísimo homenaje.
Pichincha era un síntoma de aquel Rosario de los 50 y de los 60. Y resultó, quizá, la matriz de ese sentido de pertenencia que cada habitante de esa geografía mantiene con su espacio, como un mandato a rajatabla. Tenía los encantos de un barrio de los que ya no hay: el vecino era un amigo inminente; la pelota era la posibilidad de amalgamar un piberío con los códigos del cordón; la escenografía no tenía los vicios de gigantes edificios invasores pero mostraba los retazos de aquel Rosario turbio, prostibulario y compadrito; el tranvía resultaba una cuestión cotidiana. Era también un barrio de laburantes, con la estación Rosario Norte como punto de referencia. Allí, en ese tiempo y en ese lugar, nace y se desarrolla este libro encantador, lleno de personajes ambiguos, simpáticos, embusteros, talentosos sin rumbo, generosos, ventajeros.
No fue un tiempo ni un lugar cualquiera. Aquel Rosario, que retrata Héctor Hugo Cardozo con su pluma forjada en décadas de periodismo bien escrito, fue la cuna de muchos hitos imperceptibles y mágicos, que tácitamente están vinculados con el relato. Es decir, sin aquel Rosario esos momentos habrían resultado imposibles.
Hubo un día de agosto de 1954, en el que Roberto Fontanarrosa descubrió que, además de un rosarino inclaudicable, sería para siempre un militante hincha de Central. Bajo aquella tarde lluviosa, en un campo de juego con más barro y aserrín que césped, La Academia goleó 9-2 a Tigre. Ya no hubo retorno: El Negro sería para siempre un entrañable canalla. Lo que le pasó a Fontanarrosa aquel día en Arroyito les sucede, en el libro, a El Rubio y a varios de sus amigos que se subían a los trenes, incluso sin boleto, para viajar a Buenos Aires y ver a Central. Quienes conocen al Negro Cardozo pueden dar fe de que no hubo azar en la afinidad entre él y Fontanarrosa. Los unía la esencia, más allá de la patente del apodo. Sucede que Pichincha es una suerte de extenso bar El Cairo, comprendido entre la avenida Salta, Callao, Güemes y la avenida Francia. No sólo eso: no quedan dudas de que el Viejo Canale se habría sentido a gusto entre El Grone, Tarantela y El Loco Luis o recibiendo los favores de las chicas de Margarita.
Para aquellos que no nacimos en Rosario, este libro resulta --tal vez sin pretenderlo-- una invitación: dan ganas de conocer ese Rosario, de ver en qué anda Pichincha por estos días, de tentar la imaginaria posibilidad de cruzarse con aquellos personajes ahora ya maduros. Como alguna vez, con toda osadía, muchos se imaginaron sentados en La Mesa de los galanes.
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