El sol resulta hostil en el verano del sur carioca. En la ensenada de
Botafogo, sobre la Bahía de Guanabara, un hombre que parece exagerado
invita a repasar la vida de un personaje al que alguna vez -cuando ya no
estaba- lo compararon con Pelé. Era capaz de todo, decían. Y dicen. Al
día siguiente de una noche con todos los excesos podía convertir goles
para guardar en cada memoria. Mujeriego y alcohólico; abogado y
políglota. Irreverente y pendenciero; mago y arquitecto de las mejores
jugadas. Campeón sin títulos, Heleno de Freitas fue uno de los cracks
más asombrosos de la historia. Adentro de la cancha, con ese repertorio
colmado de maravillas. Y afuera, con sus propios infiernos que lo
terminaron condenando pronto. Su vida, como su juego, fue puro frenesí.
Aunque falleció hace poco más de 53 años, ahora, en las calles de Río de
Janeiro, en esos rincones en los que se respiran fútbol y nostalgias,
su nombre aparece como el de esas leyendas que atraviesan los tiempos.
Son murmullos que se van haciendo mitología entre los que lo vieron
jugar y los que escucharon que jugó.
Heleno no quería ser
Heleno. Fue barrilete de su destino. Desde el comienzo. El escritor
Antonio Falcao retrató alguna vez el surgimiento del futbolista con una
anécdota: Prancha -un poco entrenador, un poco filósofo sin
acreditación, un poco loco- se instalaba detrás de un mostrador de
naranjas como si fuera un vendedor en la playa de Copacabana. Su modo de
captación de jóvenes promesas era novedoso: a cada niño le lanzaba una
fruta, miraba cómo la detenía y determinaba si era estrella o
estrellado. "Heleno de Freitas, mineiro de 12 años, amortiguó la naranja
en el muslo, la dejó caer en el pie, hizo malabarismos, la levantó a la
cabeza, la trajo de vuelta al pie, pasando por un control de tacón",
relata Falcao. Un crack inversosímil estaba naciendo. Lo que siguió fue
el vertiginoso recorrido de un talentoso lastimado por sus propios
abusos.
"Yo no soy jugador de fútbol, soy jugador del Botafogo",
decía, orgulloso, aunque luego el tiempo y otras cuestiones lo llevaron
de paseo por clubes diversos. Sin embargo, siempre fue patrimonio del Fogão.
Casi por naturaleza. No había otro lugar en el que encajara mejor.
Bohemio, encantador, atorrante. Fue un determinismo: los artistas suelen
volcar su simpatía por la institución de la Estrela Solitaria.
Augusto Frederico Schmidt era poeta y fue presidente a principios de
los años 40. Botafogo es el representante carioca del carácter lúdico de
este deporte, del fútbol más allá de los vitrinas que muestran
consagraciones, del equipo como mensaje. Vinicius de Moraes lo comentó
alguna vez: "En Río, la formación de la identidad pasa también por la
elección del equipo. Un poeta, fiel a su infancia, elige a Botafogo".
No podía ser de otro modo: era el club de Heleno.
Fumaba
muchísimo, tenía problemas con las drogas, era capaz de perderse en una
noche de casino cuatro sueldos juntos. También leía mucho y frecuentaba a
los intelectuales de la época. Heleno parecía vivir varias vidas en una
sola. En el fútbol, despreciaba la tarea de los árbitros, de los
entrenadores y de los dirigentes. Todo en uno. Todo en él. Todo a
velocidad supersónica. Cuando el escritor Paulo Mendes Campos definió al
Botafogo parecía estar refiriéndose al crack: "Un niño perdido en el
poético dramatismo del fútbol". El periodista Armando Nogueira, que
mucho sabía de Heleno y más de las palabras, contó: "El fútbol, fuente
de mis angustias y alegrías, me reveló a Heleno de Freitas, la
personalidad más dramática que conocí en los estadios de este mundo".
Nogueira también interpretaba que el Príncipe Maldito había nacido para
el Fogão: "Botafogo es bastante más que un club; es una
predestinación celestial". Heleno jugó allí nueve temporadas e hizo 209
goles en 235 encuentros. Pero nunca fue campeón, más allá de su juego
estelar. Cuando se fue a Boca, el equipo carioca terminó la temporada
festejando. Algo parecido le sucedió en el seleccionado brasileño. Se
lució, generó adhesiones múltiples (las mujeres, por ejemplo, iban a
verlo exclusivamente a él), fue el máximo anotador de la Copa América en
1945, pero no ganó ni un Sudamericano.
Su historia parece un
rompecabezas al que siempre le faltan piezas. Heleno es inabarcable.
Eduardo Galeano lo contó en un puñado de palabras: "Tenía estampa de
gitano, cara de Rodolfo Valentino y un humor de perro rabioso. En la
cancha, resplandecía". Su origen era una excepción para los futbolistas
de ese tiempo: procedía de una familia acaudalada y distinguida. Marcos
Eduardo Neves, quien escribió una biografía sobre el futbolista, lo
observa como "un jugador temperamental, guapo, millonario y elegante".
Estaba casado con la hija de un diplomático y tenía un hijo, Luiz
Eduardo. También le señalan mil romances extramatrimoniales. Quienes
abordaron en profundidad sus tropiezos narran que, en su paso por Boca
en 1948, mantenía un cercano vínculo con varias de las grandes
protagonistas de la época. Tenía debilidad por rubias y famosas. Sucedió
lo mismo en Colombia. Su profuso recorrido de alcobas no tenía
fronteras.
En Barranquilla adoptó la condición de superhéroe. Andrés Salcedo -autor del libro El día en que el fútbol murió-
lo comentó en una entrevista con el diario El Espectador: "Fue el
primer gran ídolo deportivo que tuvo la ciudad. El primer futbolista al
que se le perdonaron hasta los malos partidos y los excesos en su vida
privada". La biografía novelada que escribió alrededor de Heleno nació
de un detalle: "Llevaba mucho tiempo contándome a mí mismo esa historia,
que fui enriqueciendo en mi mente a lo largo de los años. Pero la
escena que dio origen a la novela siempre estuvo ahí, entre mis
recuerdos de infancia: la llegada de Heleno de Freitas a mi barrio en su
lujoso automóvil..." Gabriel García Márquez también lo ofreció como
tema de sus columnas. Y la mítica revista Crónica lo puso en la portada
de su primer número. La admiración se transformó en homenaje al partir:
le dedicaron una estatua.
En el fútbol argentino jugó poco y no
tan bien. Sus números: 17 partidos y 7 goles. Los diarios de esos días
repetían: "No se adaptó". El periodista Federico Kotlar cuenta en esta
redacción una anécdota que heredó de alguna charla familiar: Heleno
jugaba invariablemente engominado y muy prolijo. Parecía ajeno al estilo
luchador y barrero que caracterizaba a Boca. Entonces, en algunas
ocasiones, en la Bombonera los hinchas solían gritarle: "Dale, Heleno,
cabeceá que no te vas a despeinar". Para molestarlo, le decían "Gilda",
como el personaje de Rita Hayworth. Era el precio que pagaba por su
irascibilidad y cierta coquetería. Su paso fugaz no dejó huellas. Se fue
en 1949 a Brasil, donde salió campeón con Vasco da Gama. Fue su única
vuelta olímpica. Ese mismo año, partió a Colombia. Cuando regresó a
Brasil, en 1950, sólo quedaban los retazos del crack. Probó sin éxito
jugar en Santos. Y se retiró en América de Río de Janeiro. A esa altura,
las mujeres ya no iban a verlo a los estadios. Decían que había perdido
glamour y belleza.
La película Heleno, estrenada en
2011, lo muestra como el primer playboy del fútbol. "Era un
vanguardista, su comportamiento era muy abierto para la época... Eso
confrontaba con su alma atormentada", lo describió el director José
Henrique Fonseca. Rodrigo Santoro -el actor encargado de llevar adelante
el personaje- expresó, en ocasión del Festival de Cine de Cartagena del
año pasado: "Gracias a la ficción, hice realidad un sueño de niño: ser
futbolista, como Heleno. Me pareció una bella historia porque él es
patrimonio del fútbol brasileño. Es un ícono popular del folclore de mi
país. Y tuvo una importancia histórica en el deporte mundial". A Santoro
la crítica lo aprobó. Antes, en los festivales de Lima y de La Habana,
se había llevado el premio al mejor actor. Seis décadas después de su
gloria, Heleno seguía en escena.
Había nacido en São João
Nepomuceno, en 1920. Vivió como quiso y como pudo. Entre los extremos de
su talento y de sus desvaríos. Atravesó, sin paz, todas las
sensaciones. Se devoró la vida. Y viceversa. Quería ser el mejor de un
deporte para el que estaba predestinado, pero del que despreciaba casi
todo. Menos la pelota, la más fiel de sus compañías. Pagó su desmesura
con intereses y recargos. Le detectaron neurosífilis en el hospital
Santa Clara de Belo Horizonte. En breve, lo internaron en un manicomio
de Barbacena, en Minas Gerais. La muerte lo encontró rápido. Estaba
solo. A los 39 años, en noviembre de 1959, falleció. Cuentan que la
enfermedad no le permitió percibir que -en el Mundial de Suecia- Brasil
se había tomado revancha de aquel Maracanazo que tanto le había dolido.
Ya estaba atrapado en su último infierno. Antes, con esa locura de
fútbol bien jugado se había ganado el paraíso.
Texto publicado en Planeta Redondo, de Clarín.com
Cine sugerido:
El trailer del film Heleno
jueves, febrero 21, 2013
viernes, febrero 01, 2013
El triunfo de los olvidados
Si el inmejorable seleccionado español -dueño del ciclo más exitoso de la historia- tuviera que viajar a Cabo Verde para jugar en el Estádio da Várzea (Estadio de las tierras bajas o postergadas), Xavi, Iniesta y compañía deberían darse diferentes vacunas (entre ellas para la fiebre tifoidea y para el paludismo) por recomendación del Ministerio de Salud de España. Cabo Verde fue siempre un fantasma y un misterio en la costa oeste de Africa. También lo es ahora, en días en los que el fútbol lo hace un poco más visible a los ojos del mundo. Sucede que en Sudáfrica, el seleccionado de este país que cuenta con apenas 500.000 habitantes -menos que, por ejemplo, la ciudad de Mar del Plata- es un asombro que late en la Copa de su continente. En su primera participación de la historia, accedió a los cuartos de final tras pasar de manera invicta por el Grupo A, ganado por el equipo local, los Bafana Bafana.
Hasta este verano del Hemisferio Sur, el mayor orgullo lo había ofrecido un tal Gelson Fernandes, nacido en Praia (la capital) pero representante del seleccionado de Suiza. Se trata de una cara del fútbol de este tiempo: el de la nacionalidad oscilante. Empezó a jugar a los 18 años para el Sion, por unos pocos días no fue compañero de Carlos Tevez en el Manchester City y en 2009 fue transferido al Saint Etienne. Al finalizar su primera temporada en el fútbol francés, le llegó una posibilidad enorme: jugar un Mundial. Luego de tres años en el equipo nacional de su país adoptivo, Ottmar Hitzfeld lo incluyó en la lista para el Mundial 2010. Y lo puso entre los titulares en el debut imposible frente a España, en el Moses Mabhiba de Durban. Tenía el número 16 en la espalda y una velocidad supersónica. Era un desconocido para el gran escenario. Pero ese día, aquel 16 de junio, los medios del mundo lo mostraron por todos lados. Era lógico: había convertido el único gol del partido ante el candidato de todos. Los mismos españoles que se tendrían que vacunar para viajar a la ciudad que vio nacer a Gelson, sufrieron -por obra y culpa de ese caboverdiano astuto y audaz- su única derrota en la Copa del Mundo que luego ganarían.
Allí, donde la mayoría de sus pobladores son descendientes de esclavos, se crió Gelson Fernandes. En aquel partido fue elegido de manera unánime como la figura de la cancha. En la conferencia de prensa, le preguntaban en alemán, en portugués, en español, en inglés. Y él entendía todos los idiomas. Como un ciudadano del mundo. Pero en portugués dijo que esa victoria también era para su Cabo Verde. Se quedó sin Mundial en la primera ronda (España y el Chile de Bielsa lo superaron en la tabla de la zona). Y ahora que la cláusula de rescisión impuesta por el Sporting de Lisboa (su club desde julio de 2012) es de 25 millones de euros, él mira desde algún lugar de la capital portuguesa cómo el país para el que decidió no jugar hace historia bajo el mismo cielo que a él lo consagró. Cosas del destino: el primer gol de Cabo Verde en la historia de la Copa de Africa también fue en el Moses Mabhida, al borde de las playas de Durban. Lo hizo Luis Carlos Soares Almada. Pero nadie lo reconoce por tan largo nombre. En Praia, donde nació cuatro meses antes que Gelson, todos le dicen Platini, como al crack francés que ahora preside la UEFA.
"Cabo Verde é futebol", dice en el portugués del archipiélago un adolescente, con una pelota que le pica cerca en un informe que la FIFA presentó en días no tan lejanos en su canal oficial. Una señora cuenta que su país -joven como ella- es "de belezas"; y un hombre que vivió los días de la colonia sostiene que es "de música". A simple vista también resulta otra cosa: un pequeño mundo de colores. Recién en julio de 1975, Cabo Verde alcanzó su independencia de Portugal. Antes había padecido los rigores de los días de opresiones: durante mucho tiempo, este territorio fue el espacio preferido para la trata de esclavos. "Los (esclavos) de Cabo Verde eran muy apreciados por su resistencia y robustez, que les hacían ser muy cotizados para trabajos duros [...]. Por el contrario, los procedentes de Santo Tomé por su fragilidad y disposición a la huida no se los valoraba", retrata José Luis Cortés López en su obra "La esclavitud negra en la España peninsular del siglo XVI". Ahora, tiempos de reconstrucción, se respira otro aire. Y también se gritan goles.
No debía ser de otro modo el día consagratorio. La épica aconteció como reclaman las buenas historias de superhéroes rezagados. Para clasificarse, Cabo Verde debía vencer a Angola en la última fecha de la primera ronda. A los 32 minutos del partido, el capitán Fernando María Neves -Nando; defensor del Chateauroux, de la segunda división de Francia- convirtió un gol en contra. Parecía el final del recorrido. Feliz y valioso, a pesar de la derrota. Pero no. Había más. Los Blue Sharks (su apodo universal) o los Crioulos (su apodo local) fueron tras los pasos del primer éxito de una federación de las más nuevas, creada en 1982 y afiliada a la FIFA en 1986. Fernando Varela -portugués de nacimiento; defensor del Vaslui de Rumania- estableció el empate faltando nueve minutos. Pero no alcanzaba. El 2-2 entre Marruecos y Sudáfrica obligaba a más. El tiempo estaba cumplido. Apenas quedaba el descuento. Y Cabo Verde fue. Con lo que tenía. Con lo que le quedaba. Y encontró: en el primer minuto adicional, Héldon Augusto Almeida Ramos -nacido en Ilha do Sal; delantero del Marítimo- convirtió ese gol que, cuentan, se escuchó desde el escenario del encuentro -la Bahía Nelson Mandela, en Port Elizabeth- hasta la más pequeña de las islas del archipiélago.
Se trata de un milagro de fútbol, más allá de cómo le vaya en el partido de los cuartos de final, a disputarse el sábado. La historia del entrenador es el perfecto ejemplo al respecto. En la misma isla en la que nació el autor del gol más importante (el mencionado Héldon), Lucio Antunes trabaja como controlador aéreo del aeropuerto internacional Amílcar Cabral (el más importante de Cabo Verde; el nombre es un homenaje al líder de la independencia). Lleva allí más de dos décadas. Para poder dirigir al equipo nacional tuvo que pedir licencia. "Mi trabajo es mi trabajo; en algún momento tendré que volver", contó en una entrevista en tiempos de la etapa clasificatoria para esta Copa de Africa, en la que eliminó a un gigante continental: Camerún, con Samuel Eto'o -el futbolista mejor pago del mundo- entre sus figuras. Ahora, el desconocido Antunes es un personaje central y principal revelación de esta fase final de la competición. Fue futbolista, basquetbolista y jugador de tenis de mesa. Señalan que se destacó en todos esos deportes. Pero nunca festejó tanto como en el triunfo ante Angola. Ese grito que desde el domingo en el que sucedió se transformó en el día de la refundación del fútbol caboverdiano.
Cesária Evora no era fanática del fútbol. En 1941, cuando nació cerca del puerto de Mindelo, Cabo Verde era un territorio de postergados y de postergaciones. Ella le puso su música al desamparo. Fue premiada en muchos rincones, ganó un Grammy, el cine la convocó, recibió la Medalla de Legión de Honor entregada por el gobierno de Francia. Sus canciones se quejaron de la barbarie colonizadora y del comercio de esclavos. También les dedicó palabras a los encantos de su tierra. "Allá en el cielo tú eres una estrella / Aquí todo brilla / Allá en el mar tú eres arena / Aquí todo moja / Mirando este mundo afuera / Sólo hay rocas y mar / Pobre tierra llena de amor / Con canciones de Morna y Coladera / Tierra sabia llena de amor / Con música de Batuco y Funana / Oh, cuánta saudade / Pequeño país, yo te amo mucho". Cesária -estrella brillante, estrella querida- cantaba con los pies descalzos. Era un gesto de solidaridad para con los sin techo y los sin comida y los sin nada. Les cantó y los recibió a ellos hasta el último de sus días y de sus suspiros, en el pasado diciembre. Ella poco o nada sabía de goles y de gambetas. Pero -seguro- si Cesária hubiera estado allí, habría gritado el gol de Héldon hasta la disfonía. Es que así se celebran los triunfos de los olvidados.
Texto publicado por el autor del Blog en Planeta Redondo, de Clarin.com
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