Estuve cerca de Balaguer, en la provincia de Lérida. Dos veces. La primera fue con mi mamá, en 1993, en aquel viaje memorable por el Viejo Continente. Pero no hubo tiempo para hacernos una escapada hacia ese municipio que, entonces, apenas reunía a 10.000 habitantes (para el censo de 2002 había 13.359 habitantes). La segunda, ya en 2004, fue por trabajo y tenía menos posibilidades aun de asomarme al Museu de la Noguera o al Santuario del Cristo o al Castell de Balaguer o al Castell Formós. Por eso, estar allí es una cuenta pendiente. Hurgar en sus rincones, mirar sus callecitas que --al menos las que muestran los libros y las guías tutrísticas-- ya conozco de memoria. Respirar ese ambiente. Sentarme e imaginar los días adolescentes de mis abuelos maternos, de los que conozco casi nada. Balaguer es un punto de partida. Como también podría serlo Santiago de Compostela, allá en otro pedazo de suelo español, en Galicia, donde se criaron mis abuelos paternos. El recorrido está comenzando. Ahora habrá que ir viendo las huellas, escuchar los testimonios de la tía Irma, de la tía Chola, del tío Pablo, de aquellos otros familiares más lejanos de los que, por ahora, desconozco hasta el nombre y el parentesco. Hay un detalle que facilita todo: el entusiasmo por llegar a conocer ese pasado que por el momento es un rompecabezas al que, además, le faltan piezas...
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Nota: este blog se actualizará periódicamente, sin plazos preestablecidos.