lunes, agosto 14, 2006
Remedio para el miedo
En aquella noche del verano del 86 yo ni siquiera había entrado en la adolescencia. Era un nene. Un nene quemero, que --por ejemplo-- ya conocía las proezas del club en la década del 20 y que René jugaba mejor cuando escabiaba. Nos habíamos ido antes del Ducó. Mi viejo, Eladio, se había preocupado por mi temor: yo detestaba --desde el miedo más paralizante-- cualquier incidente en la cancha. Huracán, nuestro Huracán, perdía 3-2 contra Ferro y la chance de irnos a la B por primera vez latía fuerte. Y eso era un padecimiento. La gente estaba impaciente. Y la barra brava actuaba en consecuencia ante el mal arbitraje de no recuerdo quién. Piedras, alambrado roto, el partido detenido, represión policial, los de Infantería listos para los gases lacrimógenos. Y, allá, enfrente, un puñado de hinchas de Ferro --pocos, muy pocos-- gritaba: "Solidaridad / Sábados de Huracán..."
--¿Qué hacemos?, me preguntó mi viejo.
No hizo falta que dijera una palabra. Tenía la cara perturbada de un condenado.
Nos fuimos. Caminamos por Luna dos cuadras hasta la terminal del 118 para ir a Barrancas de Belgrano. Subimos. El chofer tenía la radio prendida. El partido se había reanudado: quedaban seis o siete minutos. Y en uno de esos minutos, el inmenso Chacho Cabrera hizo su segundo gol de la noche, el del empate, el del grito compartido con mi viejo, en aquel 118 vacío. Empatamos. "Papá, vas a ver... No nos vamos, no nos podemos ir a la B..." Volvimos a casa, en Núñez. Esa noche descubrí que un gol podía ser un buen remedio para el miedo...
lunes, agosto 07, 2006
Como si ella estuviera
El recuerdo brota caprichoso. O no tanto. Ahí está la Sagrada Familia, en esta Barcelona que más de una década después luce incluso más atractiva, igualmente elegante, tan europea. También era una tarde aquella, pero sin este frío. Nos quedaba poco tiempo en la ciudad de Gaudí. Y no habíamos ido aún a visitar el Camp Nou. "No te preocupes, algún día vamos a volver... Pero pagás vos", dijo ella y se rió. Le creí, como siempre. Y seguimos viaje. No pude ver el estadio catalán por dentro. El recuerdo es preciso. Como si ella estuviera ahí...
Ella era Eulalia María (foto del blog). Ahora ya no está. Tenía hasta el último octubre 69 años y todas las ganas que cabían en su cuerpo de vivir otros tantos. No pudo. Una enfermedad de esas que el mundo no investiga porque "no es rentable" se la llevó sin preguntarle nada. Ella era la tenacidad y la constancia. Era la generosidad sin ostentación. Era el paradigma de la prudencia. Y era, sobre todo, mi mamá.
Ahora pude ver el Camp Nou por dentro. Pero descubrí lo más valioso: ahora ya entiendo, ya comprobé la frase de otro inolvidable, de mi amigo Pedro Uzquiza: "La gente buena, en realidad, no se va nunca..." Se refería a esto. A esta tarde de Barcelona y a este recuerdo de los momentos que no mueren. // Barcelona. Enviado especial.
Texto publicado por el autor del blog en Clarín el 30/12/04.
Ella era Eulalia María (foto del blog). Ahora ya no está. Tenía hasta el último octubre 69 años y todas las ganas que cabían en su cuerpo de vivir otros tantos. No pudo. Una enfermedad de esas que el mundo no investiga porque "no es rentable" se la llevó sin preguntarle nada. Ella era la tenacidad y la constancia. Era la generosidad sin ostentación. Era el paradigma de la prudencia. Y era, sobre todo, mi mamá.
Ahora pude ver el Camp Nou por dentro. Pero descubrí lo más valioso: ahora ya entiendo, ya comprobé la frase de otro inolvidable, de mi amigo Pedro Uzquiza: "La gente buena, en realidad, no se va nunca..." Se refería a esto. A esta tarde de Barcelona y a este recuerdo de los momentos que no mueren. // Barcelona. Enviado especial.
Texto publicado por el autor del blog en Clarín el 30/12/04.
miércoles, julio 12, 2006
Retrato de una lealtad
Otto es un perro. Y decirlo así es tan cierto como injusto. Otto es muchas más cosas que un perro. Es un pedazo de la vida. De mi vida y de la de todos los que siempre estuvimos cerca. Cuando era un cachorro de Dogo de 600 pesos y tenía los dientes mínimos yo recién había terminado el secundario. Ya en esa época tenía la lengua gigante de siempre y un temperamento que desmentía el imaginario colectivo respecto de su raza. Otto siempre fue bueno. Recorrió cada metro, cada año, con la lealtad y la generosidad del primer idilio. Con esa bocota que siempre dosificaba fuerzas al momento del juego. Con ese andar torpemente elegante. Con esa percepción notable de cada situación relevante. Otto lo seguía a mi viejo al costado de la bicicleta. Otto se tiraba debajo de la mesa de trabajo de mi vieja, en el fondo, hasta que terminara con el último molde del último diseño de la última prenda. Otto se sentaba al costado de la cama de Ale, uno de mis hermanos, y escuchaba --porque no le quedaba otra-- desde Mariah Carey hasta Van Halen, pasando por Michael Jackson, Bon Jovi y Def Leppard. Otto se acostaba en mi cama todo el tiempo que podía hasta que escuchaba la voz de mi mamá. No hacía falta que lo echara. Se iba solo. A Otto siempre le gustó el pan lactal. Esa fue, quizá, su más grande tentación. Otto casi nunca gruñía, a menos que --de imprevisto-- se hubiera robado un paquete entero de Fargo y alguien osara quitárselo de su bocota. Otto pudo haber sido el intérprete de la película El Perro, de Carlos Sorin. Pero estoy seguro de que el casting lo habría fastidiado. Otto nunca mordió a nadie. Jamás le hizo falta.
Otto falleció el martes 27 de febrero de 2007, poco antes de cumplir 13 años. Se fue sin saber que nunca sería olvidado.
Cine:
El Perro, la película de Carlos Sorin. También un homenaje a Otto.
martes, junio 06, 2006
Ese rinconcito catalán...
Estuve cerca de Balaguer, en la provincia de Lérida. Dos veces. La primera fue con mi mamá, en 1993, en aquel viaje memorable por el Viejo Continente. Pero no hubo tiempo para hacernos una escapada hacia ese municipio que, entonces, apenas reunía a 10.000 habitantes (para el censo de 2002 había 13.359 habitantes). La segunda, ya en 2004, fue por trabajo y tenía menos posibilidades aun de asomarme al Museu de la Noguera o al Santuario del Cristo o al Castell de Balaguer o al Castell Formós. Por eso, estar allí es una cuenta pendiente. Hurgar en sus rincones, mirar sus callecitas que --al menos las que muestran los libros y las guías tutrísticas-- ya conozco de memoria. Respirar ese ambiente. Sentarme e imaginar los días adolescentes de mis abuelos maternos, de los que conozco casi nada. Balaguer es un punto de partida. Como también podría serlo Santiago de Compostela, allá en otro pedazo de suelo español, en Galicia, donde se criaron mis abuelos paternos. El recorrido está comenzando. Ahora habrá que ir viendo las huellas, escuchar los testimonios de la tía Irma, de la tía Chola, del tío Pablo, de aquellos otros familiares más lejanos de los que, por ahora, desconozco hasta el nombre y el parentesco. Hay un detalle que facilita todo: el entusiasmo por llegar a conocer ese pasado que por el momento es un rompecabezas al que, además, le faltan piezas...
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Nota: este blog se actualizará periódicamente, sin plazos preestablecidos.
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Nota: este blog se actualizará periódicamente, sin plazos preestablecidos.
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