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Por Agustín Colombo
Se llamaba Armando Fernández Arroyo, pero casi nadie lo saludaba por su nombre: era tío para nosotros, los más chicos de su familia; Pichu o Pichuqui para los más grandes y cercanos; y maestro para todos sus amigos y compañeros del Teatro Colón. Había excepciones, es cierto: Horacio, Oscar y Hugo, sus entrañables amigos, le decían Armando; y la tía Rosita, el amor de su vida, lo llamaba Pato o Tati.
Metódico y detallista, mi tío Armando ofreció su talento durante 43 años al teatro más importante de la Argentina. Brilló sentado en el órgano, donde pasó días enteros entre ensayos y discusiones, entre chistes, sugerencias y rabietas. Convincente en sus palabras, convincente en sus acciones, ganó una pelea desigual contra el plan jubilatorio macrista y concretó lo que deseaba en todo este último tiempo: volver a tocar el órgano en el refaccionado Colón, hoy más triste por su ausencia. Fue mi informante de lujo en todo el proceso de refacciones, y el primero en advertirme que la reinauguración del Teatro se parecía mucho a un engaño: todo muy lindo por fuera, pero por dentro había –y hay- muchas deficiencias.
Trabajó en el Colón hasta el último día de la temporada 2010, y estrenó el órgano nuevo con una sonrisa amplia, como esa que muestran los nenes cuando tienen entre sus manos un chiche nuevo. Aquella noche, la de la inauguración de su instrumento amado, nos invitó a todos. Y casi todos fuimos para verlo a él, para escucharlo a él y para aplaudirlo a él. La enfermedad que tenía lo empezaba a molestar, pero prefirió no alarmar a nadie.
Su versatilidad no admite discusiones. Se llevaba tan bien con los pibes como con los viejos, algo de lo que se enorgullecía en cada momento. Y disfrutaba comer en restaurantes lujosos como en los bodegones de los márgenes de la ciudad. Ahí estaba mi tío, sonriendo y levantando su copa de vino en Cló Cló o en la parrilla de Luisito, en Pompeya. En Puerto Madero o en la fonda Miramar.
Fue el mejor anfitrión que conocí. Bastaba dar un paso en su departamento para que él lanzara la pregunta inevitable: “¿Qué tomás?”. Amable por naturaleza, bondadoso por convicción, mi tío Armando convertía su hogar en el hogar de cada uno de sus amigos y familiares.
Caminaba tan feliz en el cemento porteño como en las calles mansas y arboladas de los pueblos del Uruguay. Y para cada uno de esos lugares tenía un plan: en Buenos Aires imaginaba comidas exquisitas, platos imposibles para cualquiera menos para él; en las vacaciones, cuando se escapaba de su rutina anual, transformaba los quinchos y las parrillas en un ámbito de ensueños. Será imposible disfrutar asados tan ricos como los que hacía.
No fue periodista, ni le apasionaba demasiado el fútbol y el deporte, pero me ayudaba todo el tiempo a perfeccionar mi redacción. Sus consejos los recuerdo con precisión, porque eran consejos útiles y casi siempre irrefutables. Resultó, tal vez, el lector más riguroso que tuve. Le gustaba mucho este portal web y con frecuencia me mandaba mails o me llamaba para comentarme alguna nota.
Ya no será lo mismo escribir aquí ni en ningún lado. Apenas me queda un consuelo, que trataré de llevar a cabo de ahora en más: cada texto, cada idea, será un módico homenaje a él. Al organista querible. Al tío inolvidable.